Durante décadas llegaron hasta Shanghái miles de judíos escapando del antisemitismo que asolaba Occidente. En junio de 1605 China se extendía como un inmenso territorio prácticamente insondable para los occidentales. Los escasos vestigios se desperdigaron con los años, pero si se hace caso a varias fuentes académicas, hace unos mil años varias familias judías se instalaron en Kaifeng, más allá de la última etapa de la Ruta de la Seda. Se sabe que hubo una sinagoga en la ciudad en el siglo XII. Su pequeña comunidad judía persistió durante algunos siglos más, con unas tradiciones propias que fueron diluyéndose en el magma chino que los rodeaba por todos lados.
Conforme arreciaban las hostilidades a principios del XX y tras las revoluciones de 1905 y 1917, desde Rusia fueron instalándose en Shanghái un millar de judíos. Y es que la ciudad se había abierto al mundo después de las guerras del opio, y se presentaba ante los recién llegados como un lugar deslumbrante y cosmopolita, dinámico y repleto de las oportunidades que en sus lugares de origen les estaban vetadas.
El refugio en Shanghái se amplió a la fuerza por la amenaza nazi y fascista que asoló Europa en los años treinta y cuarenta. A partir de 1933 fueron llegando a la perla de Oriente más de 20.000, quizá hasta 25.000 judíos. Para los de origen austriaco, el largo camino al exilio comenzaba obteniendo un visado con destino específico fuera. El cónsul general de China en Viena desde 1937 a 1940, Feng Shan Ho, alivió a muchos ese trago. Feng expidió 2.000 visados. Probablemente sabía que muchos de sus beneficiarios jamás irían a pisar Shanghái, pero gracias a él pudieron salir de las fronteras del Anschluss y, una vez en el exterior, fuera cual fuera su destino real, salvar el pellejo lejos de las garras de los nazis.
A su llegada a Shanghái, a Alfred Kohn y sus familiares los recogieron camiones del Comité Judío. Los llevaron a un campo que antes había servido de escuela. Aquel día les ofrecieron un desayuno y un almuerzo frugales, pero cena no. «Tuvimos que arreglárnoslas como pudimos. Apenas teníamos dinero», recoge el testimonio de un refugiado de la época. El dinero de una cámara Leica les dio a Bette y Peter Pulvermacher para abrir una pequeña tienda de ropa. El padre de Fred Antman pidió un préstamo a un amigo para comprar dos máquinas de coser y una plancha de carbón. Luego, consiguió que el director del mayor almacén de la ciudad le dejara ofrecer allí sus servicios a los clientes.
Los que consiguieron sacar adelante su negocio eran privilegiados en comparación con otros muchos que tuvieron que ganarse la vida cargando carbón, haciendo chapuzas o vendiendo periódicos. La situación mejoró con los años, y las compañías extranjeras comenzaron a contratarlos. La calle Chusan se vio llena de cafés a la europea, tiendas de delicatessen y clubes nocturnos. La bautizaron como la pequeña Viena.
La llegada a China llegó a temerse tan masiva que se planteó reservar una parte del país para acoger a los judíos en el suroeste, en la región de Yunán. En 1939, se anunció el plan: se podrían desplazar allí 100.000 judíos europeos, pero la falta de fondos lo hizo inviable.
Quien quiera conocer más testimonios como estos y los de otros muchos exiliados tiene que acercarse al barrio de Hongkou o Hongkew. Allí le espera un coqueto edificio de ladrillos rojos y grises, la sinagoga Ohel Moshe, que acoge a sus espaldas el Museo de los Refugiados Judíos. Uno de los laterales está flanqueado por un enorme muro de bronce, con 13.732 nombres de hebreos acogidos en la ciudad. Salieron de las teclas que pulsaron tres jovencísimas secretarias judías, de 14, 15 y 16 años, a las que los invasores japoneses de la ciudad encomendaron listar los datos de sus correligionarios.
Amenaza japonesa
La llegada era difícil, y no solo por la lejanía del destino, sino porque conforme avanzaba la guerra se iban cerrando rutas de llegada a Shanghái. Desde 1933 a mediados de los 40, la mayoría de los refugiados llegaban por vía marítima desde Italia para cruzar el canal de Suez, aunque muchos también salían desde puertos atlánticos en Francia, Países Bajos o Bélgica. Pero en junio de 1940 la ruta marítima de Italia se interrumpió con la declaración de guerra de Italia a Francia y Reino Unido.
Los refugiados estaban obligados a llegar a China por tierra, cruzando Siberia y llegando a Shanghái desde la China nororiental, desde Corea o desde Japón. Pero esa ruta también quedó vedada en 1941, con el estallido de la guerra entre la URSS y Alemania. La llegada a Shanghái se hizo casi imposible, aunque algunos pocos se las ingeniaron para llegar. Con el comienzo de la guerra en el Pacífico, en diciembre de 1941, la ciudad perdió la conexión con el exterior y los judíos dejaron de llegar.
Se cerraron las rutas, pero ocurrió algo peor: los japoneses, aliados de los nazis, tomaron Shanghái. El dinero que llegaba de organizaciones benéficas de Estados Unidos se cortó. A los judíos sefarditas con pasaporte británico se les etiquetó como «expatriados hostiles», y muchos perdieron sus propiedades, cuando no fueron ingresados en campos de concentración. Por si fuera poco, en Shanghái se presentó Josef Albert Meisinger, el representante de la Gestapo en Japón. La misma solución final que procuraba la aniquilación de los judíos se plantó sobre la mesa.
Por suerte, no se aplicó, pero la llegada de los japoneses atemorizó a los judíos que habían llegado como refugiados desde 1937. En febrero de 1943, los comandantes en jefe de Japón en el área de Shanghái publicaron un edicto que conminaba a los hebreos a vivir en un espacio determinado de la ciudad, en Hongkou, so pena de «castigo severo». El recuerdo de los guetos en Europa era inevitable y el resultado, también terrible: de 1942 a 1943 murió el doble de judíos, 631, que en los dos años anteriores.
Aunque no hubiera integración ni apenas mezcla entre chinos y judíos, el Museo Judío de la ciudad está lleno de muestras de buena vecindad y solidaridad. Era habitual que los recién llegados recibieran lecciones de taichí, aprendieran de los locales los secretos de la cocina china e incluso celebraran juntos la llegada del año nuevo chino. Betty Grebenschikoff recuerda en uno de los testimonios recogidos en el museo: «Durante todos los años en que viví en China (…) nunca vi el menor signo de antisemitismo por parte de los chinos. (…) Siempre le estaré agradecida a China por darnos refugio a mi familia y a mí cuando tantos otros países nos lo habían negado».
Y es que se centraron solo en algunas zonas de la ciudad y muchos llevaron vidas ajenas a la del resto de habitantes de Shanghái. Creían que su vida en China era pasajera, y así fue para la inmensa mayoría de ellos. Pero no para David Ludwig Bloch. Sordo tras contraer una meningitis y superviviente de Dachau, Bloch se quedó fascinado por la vida de los hombres que se deslomaban tirando de los rickshaws, los pequeños carros para transportar personas, a los que inmortalizó en xilografías. Rompiendo la costumbre de la mayoría de los judíos, se casó con una mujer china, sorda como él, y cambió su nombre al chino con tres caracteres, los nombres de los colores blanco, verde y negro.
Con el final de la guerra y los prolegómenos de la revolución comunista de 1949, la mayoría de los judíos abandonó Shanghái para marchar a Norteamérica, Europa, Argentina o Suráfrica, pero también a Palestina. Sin cifras oficiales, se calcula que pudieron dejar la ciudad unas 22.000 personas. Entre ellas, un grupo de 300 militantes izquierdistas alemanes que deseaban volver a su país. En agosto de 1947 llegaron a Berlín, aclamados por una multitud que se había congregado en la estación de tren para recibirlos. En 1950 prácticamente ya no quedaban judíos en Shanghái.
Como un fantasma involuntario, la impronta hebrea se extiende por todo el centro histórico de la ciudad. Conviene visitar la casa Sasson, hoy hotel Peace, un trozo arquitectónico del estilo Chicago en la exótica Shanghái, pero también muchos otros edificios de propiedad judía levantaron el skyline de la urbe hacia el cielo con elegantes geometrías art déco, mucho antes de que los rascacielos luminosos, exhibición sin complejos de leds multicolores, dibujaran su estampa actual.
FREUD EN CHINO
Aquella primera oleada de judíos de media Europa prosperó pronto: inyectaron en tierras del río Yangtsé buena parte del legado cultural de Occidente. El yidish de escritores como Isaac Singer, mucho después premio Nobel, se tradujo a los caracteres del chino tradicional para que lo pudieran leer los locales. Han Fen, el nombre chino de Fanny Halpern, importó el psicoanálisis en China; había sido estudiante de Sigmund Freud en Viena. El dodecafonismo rompedor de otro austriaco, Arnold Schönberg, sonó en Shanghái por el empeño del judío alemán exiliado Wolfgang Frankel. Las giras de Albert Einstein por el mundo tuvieron dos etapas en Shanghái, en 1922 y 1923. Otro físico judío, Niels Bohr, pisó Shanghái 14 años más tarde. La reina de Oriente, como muchos conocían la ciudad, era también un enorme coladero por el que la cultura occidental se inmiscuía en Asia.