Oculto discretamente, en la parashá de esta semana, hay una oración corta, potencialmente explosiva, que nos obliga a repensar tanto la naturaleza de la historia judía como la tarea del judaísmo en la actualidad.
Moshé le ha estado recordando a la nueva generación, los hijos de los que salieron de Egipto, la extraordinaria historia de la cual ellos son herederos:
¿Ha ocurrido algo tan grande, o se ha oído alguna vez algo similar? ¿Existe algún otro pueblo que haya escuchado a Dios hablar desde el fuego, como lo han visto ustedes, y que siga existiendo? ¿Existe algún dios que haya tratado de tomar para sí una nación entre las naciones, mediante pruebas, señales y portentos, mediante la guerra, con mano fuerte y brazo extendido, o con grandes e impactantes hechos como todas las cosas que el Señor vuestro Dios ha hecho por ustedes en Egipto ante vuestros propios ojos? (Deuteronomio 4:32-34)
Los israelitas aún no han cruzado el Jordán. Todavía no ha comenzado su vida como nación soberana en tierra propia. Pero Moshé está seguro, con una certeza que solo puede ser profética, de que es un pueblo como ningún otro. Lo que les ha pasado a ellos es único. Fueron y son una nación con destino de grandeza.
Moshé les recordó la gran Revelación en el Monte Sinaí. Les recordó los Diez Mandamientos. Les expresó la más famosa de las síntesis de la fe judía: “Oye Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” (Deuteronomio 6: 4). Les transmite la más majestuosa de todas las órdenes: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y toda tu fuerza”. (Deuteronomio 6: 5) Dos veces le dice al pueblo que enseñe esto a sus hijos. Les da la expresión de la misión eterna como nación: “Ustedes son un pueblo santo para el Señor vuestro Dios. El Señor vuestro Dios los ha elegido entre todas las naciones de la faz de la tierra para ser Su pueblo, su posesión atesorada” (Deuteronomio 7: 6).
Luego dice lo siguiente:
El Señor no brindó Su afecto y los eligió por ser la más numerosa de todas las naciones, puesto que son la menos numerosa. (Deuteronomio 7: 7)
¿La menos numerosa? ¿Qué ocurrió con todas las promesas de Bereshit, que los hijos de Abraham serían numerosos, incontables, como las estrellas del cielo y el polvo de la tierra, o como los granos de arena de la orilla del mar? ¿O con la mención de Moshé al comienzo de Devarim: “El Señor vuestro Dios ha incrementado vuestro número de tal forma que ahora son como las estrellas del cielo” (Deuteronomio 1: 10)?
La respuesta más simple es la siguiente: los israelitas, en verdad, eran numerosos en comparación con lo que fueron alguna vez. Moshé lo expresa así en la parashá de la próxima semana: “Vuestros antepasados que bajaron a Egipto fueron setenta en total, y ahora el Señor, vuestro Dios, ha hecho que sean tan numerosos como las estrellas del cielo” (Deuteronomio 10: 22). Fueron alguna vez una sola familia, Abraham, Sara y sus descendientes, y ahora se ha convertido en una nación de doce tribus.
Pero —y este es el punto que remarca Moshé— comparada con otras naciones, seguía siendo pequeña. “Cuando el Señor vuestro Dios los trae a la tierra a la que están entrando para poseerla, y desplaza ante ustedes a muchas naciones (los hititas, girgashitas, amoritas, canaanitas, perizitas hivitas y iebusitas), siete naciones más grandes y fuertes que ustedes…” (Deuteronomio 7: 1). En otras palabras, los israelitas no solo eran un pueblo más pequeño que los grandes imperios del mundo antiguo. Eran más pequeños aún que las otras naciones de la región. Comparado con sus orígenes habían crecido exponencialmente, pero frente a sus vecinos seguían siendo un pueblo pequeño.
Moshé les dice entonces lo que esto significa:
Ustedes pueden decirse, “Estas naciones son más fuertes que nosotros. ¿Cómo podemos echarlos?” Pero no les teman. Recuerden lo que el Señor vuestro Dios hizo al Faraón y a todo Egipto. (Deuteronomio 7: 17-18)
Israel sería la más pequeña de las naciones, por la razón que va al corazón mismo de su existencia como nación. Mostrará al mundo que no es necesario que un pueblo sea numeroso para ser grande. No necesita ser numeroso para derrotar a sus enemigos. La historia particular de Israel muestra que, en palabras del profeta Zacarías (4: 6) “‘No por fortaleza ni por poder, sino por Mi espíritu,’ dice el Señor Todopoderoso”.
En sí, Israel sería testigo de algo más grande que sí mismo. Como lo expresara el difunto filósofo marxista Nicolai Berdiaev:
Recuerdo cuando intenté, en mi juventud, aplicar la interpretación materialista de la historia al destino de los pueblos. En el caso de los judíos se derrumbó, ya que desde el punto de vista materialista su destino resultaba absolutamente inexplicable…Su supervivencia es misteriosa y constituye un espectacular fenómeno que demuestra que la vida de este pueblo, gobernada por una predeterminación especial, trasciende los procesos de adaptación propuestos por la interpretación materialista de la historia. La supervivencia de los judíos, su resistencia a la destrucción, su fortaleza ante condiciones absolutamente peculiares, y el rol fatídico destinado por la historia: todos estos factores apuntan a los fundamentos misteriosos de su destino[1].
La declaración de Moshé tiene inmensas implicaciones en cuanto a la identidad judía. La propuesta implícita a través de los textos de este año de Convenio y Conversación es que los judíos han tenido una influencia desproporcionada con respecto a su número porque han sido llamados a ser líderes, a asumir responsabilidades, a contribuir, a hacer una diferencia en la vida de los demás, a traer la Presencia Divina al mundo. Precisamente por ser pocos, cada uno de nosotros fuimos convocados a la grandeza.
S.Y. Agnon, el gran escritor hebreo, compuso una plegaria para acompañar al Kadish de duelo. Notó que los hijos de Israel siempre han sido más pequeños en número comparados con otras naciones. Entonces, dijo que cuando un monarca reina sobre una población grande, no nota cuando muere un individuo porque hay otros que podrán ocupar su lugar. “Pero nuestro Rey. el Rey de los Reyes, el Santo Bendito sea…nos eligió a nosotros, no por ser una gran nación puesto que somos una de las más pequeñas. Somos pocos, y debido al amor que Él nos profesa a cada uno de nosotros, para Él somos una legión entera. Él no tiene muchos reemplazantes para nosotros. Si alguno de nosotros falta, Dios no lo quiera, entonces las fuerzas del Rey disminuyen, y su reinado, de alguna forma, se debilita. Una de Sus legiones se ha ido y Su grandeza ha disminuido. Por eso es nuestra costumbre recitar el Kadish cuando muere un judío[2]”.
Margaret Mead dijo alguna vez: “Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos respetuosos, comprometidos, pueda cambiar el mundo. En realidad, es lo único que efectivamente ha ocurrido”. Gandhi dijo: “Un pequeño grupo de espíritus determinados, alimentados por una fe inquebrantable en su misión, puede cambiar el curso de la historia[3]”. Esa debe ser nuestra fe como judíos. Puede que seamos el pueblo menos numeroso, pero cuando acudimos al llamado de Dios, tenemos la capacidad, probada en reiteradas ocasiones en nuestro pasado, de reparar y cambiar el mundo.