Parashat Haazinu, Prestad oidos

Libro Devarim / Deuteronomio (32:1 a 32:52)

Resumen de la Parasha

 

En esta anteúltima Parashá, Moshé comienza su mensaje al Pueblo de Israel en forma poética, convocando a los cielos y a la tierra para atestiguar eternamente sobre sus advertencias a los judíos en su observancia a la Torá. En este poema Moshé resalta la fidelidad y justicia del Eterno, frente a las actitudes perversas del Pueblo elegido. Si los Hijos de Israel preguntarán sobre las anteriores generaciones, se les responderá cómo el Eterno eligió a Israel de entre todas las naciones y cómo los amparó en su camino por el desierto, comparando como el águila cuida a su cría, revoloteando sobre ella. Pero también el mismo Pueblo abandonó a su Creador, causando su ira. Así, generaciones posteriores se volverían contra Él, adorando idolatrías.

El Eterno castigaría, tanto a jóvenes como a ancianos por medio de la crueldad de pueblos extraños. Pero Su intervención evitará la destrucción total del Pueblo.

Los Hijos de Israel deben entender que únicamente bajo el amparo del Todopoderoso, se podrán enfrentar a ejércitos superiores, pero siempre reconociendo que sólo existe el Creador, con poder absoluto.

Una vez finalizado este discurso, Hashem ordenó a Moshé subir al Monte Nevó, para así poder ver y contemplar la Tierra de Israel, la Tierra Prometida

 


Rabino Jonathan Sacks Z´L´

 

 

Moshé, el hombre

Ese mismo día el Señor le habló a Moshé: “Sube a la montaña de los Abarim, al Monte Neb que está en la tierra de Moab, frente a Jericó y mira a la tierra de Canaan, que estoy dando en posesión al pueblo de Israel. Y morirás en la montaña por la que asciendes, y serás recogido a tu pueblo… Porque verás la tierra sólo desde la distancia; tú no entrarás en la tierra que le estoy dando al pueblo de Israel.”

Con estas palabras llega a su fin la vida del héroe más grande que el pueblo judío haya conocido: Moshé, el líder, el libertador, el legislador, el hombre que condujo a un conjunto de esclavos hacia la libertad, que tornó a un grupo heterogéneo de individuos en nación, y de esa forma los transformó de tal forma que resultaran el pueblo de la eternidad.
Fue Moshé el mediador con Dios, el generador de signos y portentos, el que le dio al pueblo sus leyes, el que los reprendió cuando pecaron, el que abogó por ellos rogando por el perdón Divino, el que dio su vida por el pueblo, y que en repetidas veces fue decepcionado por ellos porque no cumplieron con sus grandes expectativas.
Cada época tiene su visión de Moshé. Para los sabios con inclinación a la mística, Moshé fue el hombre que ascendió al cielo en el momento de la entrega de la Torá donde tuvo que luchar con los ángeles que se oponían a que este regalo precioso fuera entregado a los meros seres mortales. Dios le dijo a Moshé que les conteste, cosa que hizo decisivamente. “Es que trabajan los ángeles, que requieren un día de descanso? Tienen progenitores que necesitan que se les ordene que los honren? Tienen alguna inclinación hacia el mal que se necesita decirles “No cometan adulterio?” (Shabbat 88a). Moshé, el hombre, supera en la discusión a los ángeles.
Otros sabios fueron aun más radicales. Para ellos, Moshé era Rabbenu, “nuestro rabino” – no rey, ni político o líder militar, sino un estudioso, hombre de leyes, rol en que fue investido con asombrosa autoridad. Fueron aún más allá, hasta decir que cuando Moshé rogó a Dios por el perdón para el pueblo por el episodio del Becerro de Oro, Dios contestó, ”No puedo, porque ya juré que el que hace un sacrificio a otro dios será destruido” (Ex. 22 19), “y no puedo revocar mi juramento.” Moshé replicó: “Señor del universo, no me has enseñado las leyes de anulación de votos? Uno no puede anular sus propios votos, pero un sabio sí lo puede hacer.” Entonces Moshé anuló el voto de Dios (Shemot Rabbah 43: 4).
Para Filón, el filósofo alejandrino del siglo I, Moshé era un filósofo-rey como el descrito por Platón en la República. Él gobierna la nación, organiza sus leyes, instituye sus ritos y se conduce con dignidad y honor; es sabio, estoico y controlado. Es como si fuera un Moshé griego, no muy distinto a la famosa escultura de Moisés de Miguel Ángel.
Para Maimónides, Moshé era radicalmente distinto a todos los demás profetas de cuatro maneras diferentes. Primero, los otros recibían sus profecías mediante sueños o visiones, mientras que Moshé los recibía despierto. Segundo, a los demás, Dios les hablaba en forma de parábolas indirectas, mientras que a Moshé lo hacía en forma directa y lúcida. En tercer lugar, los otros profetas se aterraban cuando se les aparecía Dios, pero de Moshé está dicho que “Así le hablaba el Señor a Moshé, cara a cara, como le habla una persona a un amigo.” (Ex. 33: 11)
Por último, los otros profetas debían sobrellevar largos preparativos para escuchar la palabra Divina; Moshé le hablaba a Dios cuando quería o cuando creía necesario. Estaba “siempre preparado, como uno de los ángeles actuantes” (Leyes del fundamento de la Torá 7: 6).
Pero lo movilizante de la descripción de Moshé en la Torá es que se nos aparece como esencialmente humano. Ninguna religión ha insistido tan profunda y sistemáticamente en la otredad absoluta de Dios y el hombre, cielo y tierra, finito e infinito. Otras culturas han borrado los límites, haciendo que algunos seres humanos puedan aparecer como divinos, perfectos, infalibles. Hay alguna tendencia – ciertamente marginal, pero nunca totalmente ausente – en la vida judía misma: los sabios presentados como santos, grandes estudiosos como ángeles, ocultando sus dudas y limitaciones y transformándolos en superhombres como emblemas de perfección. El Tanaj, sin embargo es más grande que eso. Nos dice que Dios, que nunca es menos que Dios, nunca nos pide que seamos más que simplemente humanos. Moshé es un ser humano. Vemos en él desesperación y deseo de morir. Vemos su enojo. Lo vemos al límite de perder la fe en el pueblo que fue llamado a liderar. Vemos cómo rogó que se le permitiera cruzar el Jordán y entrar en la tierra a cuyo arribo le dedicó su vida. Moshé es el héroe de los que luchan con el mundo tal como es y con la gente como es, sabiendo que “No es para ti completar la tarea, pero tampoco eres libre de apartarte de ella.”
La Torá insiste en señalar que “hasta este día, nadie sabe dónde está su tumba” (Deut. 34: 6), para evitar que sea un lugar de peregrinación o de adoración. Es demasiado sencillo transformar a seres humanos, después de su muerte, en santos o semidioses. Es precisamente a eso que se opone la Torá. “Cada ser humano,” escribe Maimónides en sus Leyes de Arrepentimiento (5: 2), “puede ser tan justo como Moshé o tan malvado como Jeroboam.”
Moshé no existe en el judaísmo como personaje de adoración sino como modelo al cual podamos aspirar. Es el símbolo eterno del ser humano que se hizo grande por lo que ambicionó, no por lo que realmente logró. Los títulos conferidos por la Torá, “Moshé, el hombre”, “el siervo de Dios”, “un hombre de Dios”, son aún más impresionantes por su modestia. Moshé nos sigue inspirando.
El 3 de abril de 1968 Martin Luther King dió un sermón en una iglesia de Memphis, Tennessee. Al final de su prédica, se refirió al último día de vida de Moshé, cuando el hombre que había conducido a su pueblo a la libertad fue llevado por Dios a la cima de la montaña desde la cual se divisaba la tierra a la que estaba destinado a no entrar. Esto, dijo King, es cómo se sintió esa noche:
Sólo quiero llevar a cabo el deseo de Dios. Él me permitió subir a la montaña. Y yo pude ver. Y ví la tierra prometida. Y no podré ir allí con ustedes. Pero quiero que sepan que nosotros, como pueblo, tendremos la tierra prometida.
Esa fue la última noche de su vida. Al día siguiente fue asesinado. En el final, el joven predicador – tenía menos de cuarenta años – que había liderado el movimiento de derechos civiles de los Estados Unidos, se identificó, no con un personaje cristiano, sino con Moshé.
Hacia el final, la fuerza que tiene la historia de Moshé es que reafirma nuestra mortalidad. Hay muchas explicaciones de por qué no le fue permitido a Moshé entrar en la tierra prometida. Yo argumenté que era porque simplemente “cada generación tiene sus líderes” (Avodá Zará 5a) y la persona que tiene la capacidad de conducir a un pueblo fuera de la esclavitud no es necesariamente la que tiene la capacidad de liderar a la próxima generación con sus propios y particulares desafíos. No existe la forma ideal de liderazgo apta para todo tiempo y situación.
Franz Kafka planteó una verdad diferente y no menos impactante:
Él estuvo en la senda de Canaan durante toda su vida; es increíble que sólo haya podido vislumbrar la tierra al estar al borde de su muerte. Esta visión en el ocaso de la vida sólo puede ilustrar lo incompleto que es un momento en la vida humana; incompleto porque una vida como esta podría durar eternamente y ser aún sólo un momento. Moshé no pudo entrar en Canaan, no porque su vida haya sido demasiado breve sino porque fue una vida humana. (1)
            Qué nos dice esta historia de Moshé? Que es bueno luchar por la justicia contra regímenes que aparentan ser indestructibles. Que Dios está con nosotros cuando enfrentamos la opresión. Que debemos tener fe en los que lideramos, y cuando dejamos de tenerla, no podremos conducirlos más. Esa transición, aún lenta, es real, y la gente es transformada por los altos ideales aunque el proceso lleve generaciones.
En uno de las expresiones más contundentes sobre Moshé, la Torá nos dice que “tenía ciento veinte años cuando murió, pero sus ojos permanecían límpidos y su fortaleza intacta” (34: 8). Yo siempre pensé que eran dos frases meramente secuenciales, hasta que me di cuenta de que la primera era una explicación de la segunda. Por qué estaba intacta su fortaleza? Porque sus ojos permanecían límpidos – porque nunca perdió los ideales de su juventud. Aunque en ocasiones perdió la fe en sí mismo y en su capacidad de liderar, nunca perdió la fe en la causa: en Dios, en el servicio, en la libertad, el derecho, lo bueno y lo sagrado. Sus palabras en el final de sus días fueron tan apasionadas como al principio.
Ese es Moshé, el hombre que se negó a “ir tranquilamente a la oscuridad de la noche”, el símbolo eterno de cómo un ser humano, sin nunca dejar de serlo, puede transformarse en un gigante de la vida moral. Esa es la grandeza y la humildad de aspirar a ser “un siervo de Dios.”

 

 

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