Con Terumá comenzamos las lecturas que tratan la construcción del Mishcán, el santuario portátil del desierto.
El Shabat pasado leímos el maftir (en Shemot 30:11-16) que describe el impuesto de medio siclo para cada varón mayor de 20 años, para apoyar a la comunidad en las actividades del tabernáculo. Sus palabras fructíferas fueron: «El rico no pagará más, ni el pobre pagará menos del medio siclo, al dar la ofrenda» (Íb. 30:15).
Este impuesto democrático induce a pensar en las formas más altas de caridad, que es dar en silencio y sin fanfarria, en las que el donante y el destinatario no se conocen, cuya forma más elevada es dar trabajo remunerado a los pobres para que no necesiten recurrir a la caridad.
El rabino Baruj Epstein (autor de Torá Temimá) cuyos ancestros se llamaron Benveniste, y que fuera banquero en Minsk, sostuvo que la razón por la que parashat Terumá, con su mandamiento de recolectar dinero para construir el mishcán, viene después de las porciones de Yitró y Mishpatim, que hablan de la recepción de los Diez Mandamientos y las leyes justas de la Torá, es para enseñarnos que el Templo debe ser construido por dinero adquirido lícitamente de acuerdo con el espíritu de esas prescripciones.
El rabino Yoel Barantchik, un maestro de Musar -la ética judía-, comentó que el verbo Veikjú – tomarán-, nos enseña que al momento de dar, el donante no debe comportarse con arrogancia, potestad ni condescendencia, sino que lo debe hacer como si él mismo fuera el que estuviera recibiendo la limosna en lugar de estar concediéndola a otro.
Así aprendimos que una buena comunidad es la que logra alimentar a sus hambrientos, vestir a sus descobijados, educar a sus ignorantes, albergar a sus refugiados, fortalecer a Israel y apoyar la Torá.
El Mishcán se describe como un proyecto muy popular. Su construcción fue una empresa cooperativa producto de los esfuerzos de todos los estratos de la sociedad. Los hombres trabajaban, las mujeres tejían, y los artesanos crearon objetos rituales. El llamado de Moshé resultó tan exitoso que tuvo que pedirle a la gente que dejara de dar.
Nuestra parashá da lugar a la interpretación de Rashí sobre la palabra «para mí» significando que el aporte debe ser «por amor de Mi nombre». Si amas a Dios, debes amar a los desposeídos, porque es un valor superior.
Cuando vemos a algunos que por la búsqueda del bien absoluto, han sido deshechos por su propio idealismo o han sido moralmente heridos por su perfeccionismo moral, parece que no han sentido las punzadas del hambre y no han visto a los refugiados, y creen que Auschwitz es solo un capítulo de un libro de historia. Por ello, no pueden apreciar la desesperada necesidad de caridad en las comunidades. No logran relacionar estos medios con los esfuerzos de damas y caballeros, intrépidos y recatados, que prestan su fortaleza a la solidaridad social, para permitir que alimentos lleguen al estómago vacío del pobre, sanen a los enfermos, cuiden de los ancianos y eduquen a los más jóvenes con los mejores medios y maestros.
El Talmud (Rosh Hashaná 4a) enseña: “Si uno da caridad, diciendo: doy esta moneda por misericordia para que mis hijos puedan vivir, o, la doy para que a través de ella pueda merecer la vida en el mundo futuro o actual, (pese a que parecería que no lo hacen con su corazón) todavía se lo considera una persona justa de pleno derecho -un tzadik gamur -un justo completo”. Los sabios del Talmud nos tratan de enseñar la naturaleza objetiva del acto de ayudar y no su consecuencia subjetiva. El acto de dar, aunque fuera contingente y sirva también al interés propio, sigue siendo válido. Tal es la importancia del dar, que lo diferencia de otros mandamientos.
Para la construcción del Mishcán la Torá no dice «veyitnu» – «y deberían dar», sino “veyikjú” – “y tomarán”, porque cuando se está ayudando al otro, se está recibiendo simultáneamente una devolución mayor que la suma que se entregó. Respecto a las palabras «Aser teaser» – «Seguramente diezmarás», (Devarim 14:22) la Guemará (Taanit 9a) dice: «Aser bishvil shetitasher» – «Diezma para tzedaká, para ser acaudalado”.
Encontramos el bien absoluto y el perfeccionismo moral, cuando nos ennoblecemos y nos engrandecemos al ver la rehabilitación del menesteroso, la culturalización del ignaro, la curación del enfermo, el techo sobre quien hoy vive en la calle y el progreso de las instituciones que se ocupan de ello.
Cuando favorecemos al semejante, los primeros en beneficiarnos somos nosotros mismos.
Comentario del Rabino Jonathan Sacks
Traductor: Carlos BeteshEditor: Abraham Maravankin |
Existe un importante concepto en el judaísmo, una fuente de esperanza y asimismo uno de los principios estructurales de la Torá. Es el lema que Dios crea la cura antes de la enfermedad. (Meguilá 13b). Pueden pasar cosas malas, pero Dios ya nos ha dado el remedio, si sabemos dónde buscarlo.Así, por ejemplo en Jukat leemos acerca de las muertes de Miriam y de Aarón y cómo a Moshé le dijeron que moriría en el desierto sin entrar en la Tierra Prometida. Es un aterrador encuentro con la mortalidad. Pero antes de esto, leemos sobre la ley de la vaca roja, el ritual de purificación posterior al contacto con la muerte. La Torá lo colocó en ese lugar para asegurarnos de antemano que podemos ser purificados después de cualquier duelo. La mortalidad humana no nos impide estar en presencia de la inmortalidad Divina. Esta es la clave para comprender Terumá. Aunque no todos los comentaristas están de acuerdo, su significación verdadera es que se trata de la respuesta adelantada de Dios al pecado del Becerro de Oro. En términos estrictamente cronológicos está fuera de lugar aquí. Terumá (y también Tetzavé) debería haber aparecido después de Ki Tisá, que relata la historia del Becerro. Está puesto antes del pecado para decirnos que la cura existía antes que la enfermedad, el tikun antes del kilkul, la reparación antes que la fractura, la rectificación antes que el pecado. Por lo tanto, para entender Terumá y el fenómeno del Mishkán, el Santuario y todo lo que implica, debemos comprender primero qué anduvo mal en el tiempo del Becerro de Oro. Acá la Torá es muy sutil, y nos plantea, en Ki Tisá, una narrativa que puede ser comprendida en tres niveles distintos. El primero y más obvio es que el pecado del Becerro de Oro se debió a la falta de liderazgo por parte de Aarón. Esta es la impresión sobrecogedora que recibimos al leer Éxodo 32 por primera vez. Sentimos que Aarón debería haber resistido al clamor del pueblo.Tendría que haber dicho que tuviera paciencia. Tendría que haber mostrado su liderazgo. No lo hizo. Cuando Moshé bajó de la montaña y le preguntó qué había hecho, Aarón le responde: No esté enojado, mi señor. Usted sabe qué propenso es este pueblo hacia el mal. Me dijeron ‘Haz un oráculo que nos guíe ya que no sabemos qué le ocurrió a Moshé, el hombre que nos sacó de Egipto.’ Entonces yo les dije, ‘El que tenga alhajas de oro que se las saque.’ Entonces me dieron el oro, yo lo tiré al fuego y de allí salió el Becerro!” (Éxodo 32: 22-24). Esta es una falta de responsabilidad. También un espectacular acto de negación (“Yo tiré el oro al fuego y de allí salió el Becerro!”)[1]. Por lo tanto, la primera lectura de la historia se refiere a la falla de Aarón. Pero solo la primera. Una lectura más profunda sugiere que se trata de Moshé. Fue su ausencia del campamento la que en primera instancia creó la crisis. El pueblo comenzó a darse cuenta de que Moshé estaba tardando mucho en bajar de la montaña. Se reunieron con Aarón y le dijeron ‘Haz un oráculo que nos guíe. No tenemos idea de qué le pasó a Moshé, el hombre que nos sacó de Egipto.” (Éxodo 32: 1). Dios le dijo a Moshé lo que estaba ocurriendo y dijo: “Desciende, porque tu pueblo, el que sacaste de Egipto, ha producido daño. «(Éxodo 32: 7). El mensaje estaba claro. “Desciende,” sugiriendo que Dios le estaba diciendo a Moshé que su lugar era con su pueblo al pie de la montaña, no con Él en la cima. “Tu pueblo” implica que Dios le dice a Moshé que el pueblo era problema de Moshé, no de Él. Estaba por desheredarlos. Moshe urgentemente pidió perdón y luego descendió. Lo que sigue es un torbellino de acción. Moshé desciende, ve lo que está pasando, rompe las tablas, quema el Becerro, mezcla las cenizas con agua, obliga al pueblo a beberlo y pide ayuda para castigar a los culpables. Se ha convertido en el líder del pueblo, poniendo las cosas en orden cuando poco antes había caos. En esta lectura el personaje central es Moshé. Había sido el más fuerte de los líderes fuertes. La resultante fue que en su ausencia, el pueblo entró en pánico. Es el aspecto negativo del liderazgo fuerte. Pero después sigue un capítulo, Éxodo 33, que es uno de los más difíciles de entender de toda la Torá. Comienza con el anuncio de Dios de que mandaría un “ángel” o un “mensajero” para acompañar al pueblo en el resto de la travesía. Él mismo no estaría en su seno “pues ustedes son un pueblo de dura cerviz y Yo en el transcurso podría destruirlos.” Esto generó una profunda angustia en el pueblo. (Éxodo 33: 1-6) En los versículos 12 al 23, Moshé desafía a Dios por ese veredicto. Quiere que la Presencia de Dios esté junto al pueblo. Le pregunta, “Déjame conocer Tus caminos” y “Te ruego que me dejes ver Tu Gloria.” Este tramo es difícil de comprender. Todo el intercambio entre Moshé y Dios, uno de los más intensos de la Torá, no trata sobre el pecado y el perdón. Parecería ser una indagatoria metafísica acerca de la naturaleza de Dios. ¿Cuál es la conexión con el Becerro de Oro? Lo que ocurre entre estos dos episodios es lo más desconcertante.El texto dice que “Moshé tomó su tienda y la levantó para sí fuera del campamento, lejos del mismo.” (Éxodo 33: 7) Esto parece ser precisamente lo contrario de lo indicado. Si, como Dios y el texto han sugerido, el problema residía en el distanciamiento de Moshé como líder, la acción singular más apropiada sería estar en el seno del pueblo, no posicionarse fuera del campamento. Además, la Torá nos ha dicho recientemente que Dios dijo que Él no estaría junto al pueblo – lo cual le causó angustia al pueblo. La decisión de Moshé de hacer lo mismo seguramente le habrá duplicado la angustia. Algo profundo está pasando aquí. A mí me parece que en Éxodo 33 Moshé está llevando a cabo la acción más valiente de su vida. Le está diciendo a Dios: “No es mi distanciamiento el problema. Es Tú distanciamiento. El pueblo le tiene terror. Han comprobado Tu poder omnímodo. Han visto que has puesto de rodillas al imperio más grande del mundo. Han visto que has transformado el mar en tierra firme, enviado alimentos desde el cielo, y sacado agua de una roca. Cuando oyeron Tu voz en el Sinaí se acercaron a mí y me pidieron que hiciera de intermediario. Dijeron, “Háblanos y escucharemos, pero no permitas que Dios nos hable pues moriremos’ (Éxodo 20: 16) Hicieron el Becerro no por querer adorar a un ídolo, sino porque querían un símbolo de Tu Presencia que no fuera atemorizante. Necesitaban que estuviera cerca. Necesitaban sentirte, no en el cielo o en la cima de la montaña, sino en medio del campamento. Y aunque no puedan ver Tu rostro, pues eso no lo puede lograr nadie, por lo menos que puedan ver una señal de Tu gloria.” A mí me parece que ese pedido de Moshé fue respondido por la parashá de esta semana. “Que hagan para Mí un Santuario, que Yo pueda permanecer en su seno.” (Éxodo 25: 8). Está es la primera vez que oímos en la Torá el verbo sh-ch-n en relación a Dios, que significa “morar”. Como sustantivo, significa literalmente “vecino.”De aquí deriva la palabra clave del judaísmo post bíblico, Shejiná, que se refiere a la inmanencia de Dios en oposición a Su trascendencia, Dios-El-qué-está-cerca, la audaz idea de Dios como vecino cercano. En términos de la teología de la Torá, la mera idea de un Mishkán, Santuario o Templo como habitáculo físico para la gloria de Dios, es profundamente paradójica. Dios está más allá del espacio. Como dijo el Rey Salomón en la inauguración del Primer Templo, “Vean que los cielos y los cielos de los cielos son incapaces de abarcarte, ¿cuánto menos podrá esta casa?” O como dijo Isaías en nombre de Dios: “Los cielos son Mi trono y la Tierra mi banqueta. Qué casa podrás construir para Mí, dónde puede estar Mi lugar de descanso?” (Isaías 66:1). La respuesta, como enfatizaron los místicos judíos, es que Dios no reside en un edificio sino en los corazones de los constructores: “Que ellos Me hagan un Santuario y yo viviré entre ellos.” (Éxodo 25: 8) “entre ellos,” no “en él.” ¿Pero cómo ocurre esto? ¿Qué acto humano hace que la Divina Presencia viva en el campamento, en la comunidad? La respuesta es el nombre de nuestra parashá, Terumá, obsequio, contribución. “El Señor habló a Moshé diciendo: ‘Dile a los israelitas que Me traigan una ofrenda. Tú deberás recibir la ofrenda para Mí de todo el que el corazón le impulse a dar.’” Esto será un punto de inflexión de la historia judía.Hasta ese momento los israelitas habían sido receptores de los milagros de Dios y de sus entregas. Él los había sacado de la esclavitud hacia la libertad haciendo milagros para ellos. Había una sola cosa que Dios no había hecho hasta el momento: darles la oportunidad a ellos de devolver algo a Dios. La misma idea suena absurda. ¿Cómo podemos nosotros, las criaturas de Dios, darle algo Al que nos creó? Todo lo que tenemos Le pertenece. Como dijo David en la reunión a la que citó al final de sus días para comenzar la construcción del Templo: La riqueza y el honor provienen de Ti; Tú eres el soberano de todas las cosas…¿Quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que podamos retribuir algo tan generoso como esto? Todo proviene de Ti y te hemos dado sólo lo que proviene de Tu mano. (Crónicas 28: 12,14) En última instancia, esta es la lógica del Mishkán. El mayor obsequio que nos dio Dios es la capacidad de dar a Él. Desde la perspectiva judaica, la idea está llena de riesgos. La idea de que Dios tenga necesidad de obsequios es rayana en el paganismo y la herejía. Sin embargo, conociendo los riesgos, Dios permitió ser persuadido por Moshé para hacer que Su espíritu descanse en el campamento y permitir que los israelitas le devuelvan algo a Él. En el corazón de la idea del Santuario está lo que Lewis Hyde hermosamente describió como la labor de la gratitud. En su obra clásica, The Gift[2], (El obsequio), observa los roles de los que dan y los que reciben, por ejemplo en momentos críticos de transición. Cita el cuento talmúdico de un hombre cuya hija estaba por casarse, pero al que le dijeron que no iba a sobrevivir a ese día. Al día siguiente el hombre fue a ver a su hija y vio que estaba viva. Sin que ninguno de ellos lo supiera, cuando colgó su sombrero después del casamiento, la aguja del sombrero traspasó a una serpiente que de otra forma la hubiera matado. El padre quiso saber qué había hecho su hija para merecer la intervención Divina. Ella le contestó: “Un pobre hombre se acercó ayer a la puerta, y como todos estaban ocupados con la organización del evento lo atendí yo, y le dí la porción que me estaba destinada.” Este acto de generosidad fue el qué causó la salvación milagrosa. (Shabat 156b) La construcción del Santuario fue fundamentalmente importante porque dio a los israelitas la posibilidad de devolver algo a Dios. Más adelante la ley judía reconoció que el hecho de dar forma parte intrínseca de la dignidad humana y establecieron la notable regla de que aun la persona totalmente dependiente de la caridad está obligada a su vez a dar.[3] Estar en una situación de sólo recibir y no dar, es carecer de dignidad humana. El Mishkán se transformó en el hogar de la Divina Presencia porque Dios especificó que solo debía erigirse mediante contribuciones voluntarias. El hecho de dar crea una sociedad dotada de gracia permitiendo que cada uno de nosotros pueda hacer su contribución al bien común. Es por eso que la construcción del Santuario fue la cura por el pecado del Becerro de Oro. Un pueblo que solamente recibe pero que no puede dar, queda atrapado en la dependencia y la falta de respeto hacia sí mismo. Dios permitió al pueblo acercarse a Él, y Él a ellos, otorgándoles la posibilidad de dar. Es por eso que una sociedad basada en derechos y no en responsabilidades, o lo que demandamos pero no damos a otros, siempre terminará mal. Por eso el obsequio más importante que tiene un padre para un hijo es darle la posibilidad de que lo pueda devolver. La etimología de la palabra Terumá sugiere eso. Significa, no meramente una contribución, sino literalmente algo “que se ha elevado.” Cuando damos, no es solo la contribución sino nosotros los que hemos sido elevados. Sobrevivimos por lo que recibimos, pero logramos dignidad por lo que somos capaces de dar. |