“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.” (Charles Dickens, “Historia de Dos Ciudades”)
El problema de las grandes aperturas o grandes principios de cualquier obra de arte de tipo temporal (literatura, música, o arquitectura) es que muchas veces el principio oscurece el desarrollo o incluso oblitera el final. La cita de marras, de Dickens en su “Historia de Dos Ciudades” es tan famosa en la literatura inglesa como la del “Quijote” en la literatura en español. Todos podemos citar “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, pero cuántos hemos leído el “Quijote”. La apertura de Dickens ha sido usada hasta el abuso cuando se quiere dar un mensaje de paradoja, ambigüedad, contradicción, o sencillamente, simultaneidad: Canal de la Mancha mediante, dos ciudades contrastan y simbolizan una historia en torno a individuos y sus sociedades.
Del Canal de la Mancha a esta orilla del Río de la Plata la famosa cita de Dickens bien podría aplicar a la “apertura”, literalmente, de los servicios religiosos en la NCI de Montevideo que luego transcurrieron de manera mucho menos cruda y sin duda mucho más inspiradora. Fiel al espíritu autocrítico que suponen los diez días que daban inicio el domingo pasado por la noche, el mensaje de Directiva desde el púlpito fue, en su crudeza, casi profético, planteando, precisamente, las enormes contradicciones que como padres muchos, como abuelos otros, se nos presentan cuando educamos. En especial, en lo que hace a la tradición judía que tan celosamente cuidamos. Hubo quienes se horrorizaron ante “el peor de los tiempos” y otros que se inspiraron ante la oportunidad del “mejor de los tiempos”; hubo quienes escucharon “esperanza” mientras en algunos de sus correligionarios cundía la “desesperación”. Como con la apertura de Dickens, nadie quedó indiferente. Habrá que preguntarse cuántos se han atrevido a “leer” más, a ir un poco más lejos que esa provocación.
Por cierto que los temas ameritan. Cómo educamos a nuestros hijos, los medios y los fines, no son temas menores: no en vano los niños, hijos y nietos, proliferan en torno a los sonidos del Shofar. Es todo acerca de ellos. A tal punto, que la lectura de la Torá de es estrictamente acerca de hijos: Isaac e Ismael el día primero, el “sacrificio” (que no sucede) de Isaac el segundo día. Una pregunta más profunda, apoyados en la alegoría bíblica, sería plantearnos con honestidad (el tono que se planteó en el púlpito la noche del domingo) si nuestros hijos y nietos son ofrendas o sacrificio, o ambos a la vez. Entiéndase bien: no en un sentido literal, sino puramente figurativo. ¿Qué esperamos de ellos? ¿Para qué los preservamos? Con toda la potencia y efecto que reconozco en el lenguaje metafórico, a veces me sorprendo de la poca capacidad que tiene el público en entenderlo. Los profetas bíblicos hablaban con un lenguaje mucho más terrible, apocalíptico, y simbólico, y sus palabras alcanzaron un status canónico. Hoy, parece que quisiéramos anularlas como anulamos los votos en Iom Kipur.
Los mensajes rabínicos, fieles a su lenguaje y espíritu de verdad y esperanza, fueron tal vez igualmente admonitorios pero mucho más empáticos. El Rab Dolinsky, previo a la lectura de la Torá del primer día, habló de lo judío y lo universal a través de la historia de la circuncisión y el destete de Isaac. El joven y futuro rabino Hori Sherem, habitualmente combativo y confrontativo, habló, previo a la Haftará del segundo día, de la función del Shofar una vez que termina la era de los profetas. En ambos casos se sugiere, en un lenguaje conciliador, religioso, no exento de paradoja o conflicto, que el mundo es un lugar de ambivalencias y decisiones personales. Así como al final de la novela de Dickens el lector debería poder optar por uno de aquellos mundos que simultáneamente bregaban por nacer o sobrevivir, cada año cuando asistimos a la sinagoga nos estamos enfrentando al mismo desafío: sobrevivir, nacer, o una suerte de ficción casi rabínica que permita combinar lo mejor y lo peor no tanto de “los tiempos” sino de nosotros como individuos.
Tal vez tuvimos que esperar al segundo día de Rosh Hashaná para entender que lo que escuchamos la primera noche acerca de cómo aseguramos la continuidad judía de las futuras generaciones se inscribe en la mejor tradición profética, esa que nunca termina de morir y que tantas otras tradiciones han tomado para sí. La profecía nunca es romántica, es más bien apocalíptica. Deberíamos entrenar más el oído para poder escucharla sin escandalizarnos. Tal vez, también, después de dos años de pandemia y aislamiento, escucharnos frente a frente, sin barbijos ni pantallas, fue un poco fuerte. En última instancia, pasadas dos décadas del siglo XXI, con la tecnología literalmente en nuestras manos, seguramente estemos, como en el siglo XVIII, viviendo el mejor y el peor de los tiempos. Mientras en el primer caso nos empodera o incluso nos confunde al punto de la omnipotencia, el segundo caso nos espanta y produce rechazo: porque hay asuntos del hombre que ninguna aplicación podrá resolver.
Jatimá Tová!