Ricardo Angoso
Atacó violentamente a los judíos de Alemania, enviando a miles a los campos de concentración. Como prólogo del Holocausto en ciernes, el nazismo cruzó todas las líneas rojas y puso en marcha la tristemente conocida como la “solución final al problema judío”.
En 1933, Adolfo Hitler llegó al poder de una forma democrática en Alemania y, muy pronto, las amenazas contra los judíos se convirtieron en crudas y amargas certezas. Entre ese año y 1938, ya con los nacionalsocialistas monopolizando todas las instituciones y espacios de la sociedad alemana, el discurso antisemita, hasta en sus formas más populares, se extendió por toda Alemania atizado por al aparato de propaganda nazi y los líderes del partido. Ya en abril de 1933 se había puesto en marcha, alentada por el propio gobierno, una jornada de boicot a nivel nacional de las tiendas judías, aunque la respuesta del público fue más bien fría. Pero los nazis sabían que había que seguir con la presión hasta que todos los alemanes acabarán sucumbiendo y aceptando la introducción gradual y paulatina de una cascada de medidas antisemitas que llevarían al total ostracismo a la comunidad judía alemana.
El boicot era sólo un test llevado a cabo por los nazis para ver la reacción de los alemanes y fue exitoso, en la medida en que no hubo una reacción social contraria al mismo ni una condena internacional digna de mención. El semáforo estaba en verde, el nacionalsocialismo podía seguir adelante con su rechazo hacia los judíos e incluso aumentar su nivel de hostilidad, tal como ocurrió y casi nadie supo predecir en ese momento.
Así llegamos al fatídico año 1938, en que los nazis tras cinco años ejerciendo el poder más omnímodo que nadie antes había tenido en Alemania han acabado con toda forma de disidencia, han cerrado las instituciones democráticas y han eliminado -muchas veces físicamente- a sus oponentes. Se estaba gestando el gran ataque a los judíos, la sociedad ya había sido adoctrinada para aceptarlo sin rechistar y Hitler sabía que la comunidad internacional no haría nada para evitarlo. Si Francia, Inglaterra y los Estados Unidos no habían hecho nada para defender los Sudetes en Checoslovaquia que Hitler se había anexionado en octubre de 1938, ¿por qué iban a hacerlo por un puñado de judíos alemanes indefensos y desarmados?
“El ataque lanzado contra los judíos a escala nacional, conocido como la “noche de los cristales rotos (“Kristallnact”), el 9-10 de noviembre de 1938 comenzó en París el 7 de noviembre, cuando un judío polaco de 17 años, Herschel Grynszpan, disparó contra un oficial de baja graduación (Ernst Vom Rath), en la embajada alemana. El motivo de semejante acto era, en parte, que sus padres, en otro tiempo residentes en Alemania, habían sido deportados de este país. La deportación de los judíos de nacionalidad polaca se vio acelerada cuando este gobierno invalidó los pasaportes de los ciudadanos polacos residentes en el extranjero si no se les ponía un nuevo sello. En respuesta a la medida, el 26 y 27 de octubre de 1938, Himmler ordenó detener y deportar a todos los judíos polacos. Los nazis utilizaron estas deportaciones para desembarazarse de los judíos que llevaban varios años viviendo en el país, pero no habían obtenido la ciudadanía alemana, y el 7 de noviembre el joven Grynszpan decidió vengarse”, escribía al referirse a este asunto el historiador Robert Gellately.
PASIVIDAD INTERNACIONAL, SILENCIO EN EL INTERIOR
Tras el atentado del joven polaco contra el diplomático alemán, los acontecimientos se fueron sucediendo en cadena y sirvieron como la mejor coartada para que los nazis desataran la mayor “cacería” contra los judíos alemanes ante la pasividad internacional y el silencio interior en el seno de una de las dictaduras más brutales de la historia de la humanidad.
El funcionario de la embajada alemana no murió en el momento del atentado y los líderes nazis utilizaron este acto para lanzar a las hordas enfurecidas contra las instituciones, negocios y viviendas judías. En todo el país se produjeron ataques contra intereses judíos en “respuesta” al ataque al diplomático alemán, asunto que fue sobredimensionado e incluso presentado como “asesinato” en los medios alemanes incluso antes de producirse la muerte del mismo, que se aconteció unos días después.
Casi todos los dirigentes nazis se encontraban en Múnich celebrando el aniversario del Putsch (rebelión) de la Cervecería de 1923 cuando llegó la noticia del atentado y posterior muerte del diplomático, Hitler dio, al parecer, el permiso a Goebbels para que procediera a los ataques en todo el país contra la población judía, pero sin sobrepasarse y procediendo a la detención de unos 20.000 prominentes judíos. La Gestapo y la policía debían quedar al margen, mirando como se producían los ataques “espontáneos” del “pueblo alemán, y permitiendo la destrucción de los bienes judíos. Tanto Heydrich como Goebbbels, Hitler y otros líderes del partido estaban al tanto de las acciones llevadas a cabo entre el 8 y el 9 de noviembre de 1938 y habían dado instrucciones a los cuerpos policiales y a los tribunales de justicia para que no hicieran nada contra los responsables de los actos perpetrados en esos días.
“Algunos estudios exhaustivos de carácter local han demostrado que los disturbios antijudíos no se produjeron sólo en las calles de las grandes ciudades, sino que llegaron también hasta las poblaciones más pequeñas. No se libró ni una sola localidad en la que vivieran judíos, y en muchas se presentaron escuadrones itinerantes de nazis en camiones, que infringieron enormes daños a las propiedades de los judíos, los obligaron a desfilar por las calles, y se marcharon con la misma rapidez con que llegaron. Aunque poseemos algunos testimonios dispersos de que los alemanes escondieron a judíos durante el pogromo y de que los ayudaron en secreto, fueron poquísimos los que se atrevieron a criticar, como mínimo, lo ocurrido.
Durante los días sucesivos, podemos ver una muestra de la categoría a la que quedaron reducidos los judíos en el hecho de que, si alguno se atrevía a aparecer en público era objeto de los ataques de los niños, que les arrojaban piedras, los acosaban y los insultaban”, relata nítidamente en uno de sus libros el ya citado Robert Gellately. Los disturbios se extendieron a la velocidad del rayo por todo el país y un clima insoportable, caracterizado por el miedo y la incertidumbre, según relatan testigos en primera persona de aquellos acontecimientos, se abatió sobre la comunidad judía alemana.
Estos sucesos no pasaron desapercibidos para la mayor parte de los alemanes, ya que eran públicos y ocurrían en casi todas las localidades del país, y fueron recogidos en su momento por toda la prensa alemana como una reacción lógica por el atentado de París. Los autores de los hechos, auténticos criminales que llegaron a cometer verdaderas fechorías, fueron presentados como héroes por las autoridades alemanas y nunca fueron juzgados -ni siquiera después de la guerra- por las nuevas autoridades.
EL MODELO AUSTRIACO APLICADO EN ALEMANIA
«Con la Kristallnacht, Goebbels demostró que el modelo austríaco de expropiación y migración podía funcionar en Alemania. Los judíos alemanes sólo empezaron a abandonar su patria de forma masiva después de que la violencia se hubiese desatado a escala nacional. No obstante, la violencia indisciplinada del propio Reich reveló ser un callejón sin salida, la mayor parte de la opinión pública alemana se oponía a tal caos y la visible desesperación derivó en expresiones de simpatía hacia los judíos, en vez del distanciamiento espiritual que esperaban los nazis», señalaba al referirse a estos hechos el historiador Timothy Snyder.
En un informe oficial acerca de estos acontecimientos, Hiedrich informó a Göring el 11 de noviembre de 1938, basado según sus propias palabras en el sentido más literal, que habían sido detenidos 20.000 judíos, 36 habían muerto y otros 36 habían resultado heridos de gravedad. Según Gellately, los detenidos podrían haber llegado a los 30.000, los muertos al centenar y también se produjeron entre 300 y 500 suicidios a raíz de estos hechos y del clima de persecución antisemita que ya se había extendido por todo el país.
Los sucesos de la “noche de los cristales rotos” fue un punto de inflexión en la Alemania nazi, en el sentido de que los nazis habían decidido pasar a la acción tras años de atizar el discurso antisemita en los medios, las escuelas, las universidades y, en general, en todos los actos públicos. Hasta los sucesos de noviembre de 1938, los nazis habían llevado a cabo acciones de boicoteo de los negocios judíos, actos intimidatorios, medidas políticas y judiciales con el fin de aislar a los hebreos y exhibir un discurso antisemita feroz y brutal, pero la “noche de los cristales rotos” fue más allá y dio rienda suelta a lo peor que llevaba el nazismo en su interior.
El 10 de noviembre de 1938 es descrito así por el historiador Raul Hilberg en su obra Ejecutores, víctimas y testigos: “Durante veinticuatro horas, de doce a doce de la noche se quemaron sinagogas, se rompieron ventanas de establecimientos judíos y se desalojó a la fuerza a muchas familias. Más de veinticinco mil hombres judíos terminaron en los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. La mayoría estuvieron recluidos durante semanas o meses”.
Quizá miles de alemanes, llevados por cinco años de exposición al odio, participaron en estos actos. Se daba una nueva vuelta de tuerca y comenzaban las deportaciones de judíos hacia los campos de concentración sin que ninguna institución internacional ni nadie -tanto dentro como fuera de Alemania- fuera a hacer nada por evitarlo. La broma macabra y la nota final a estos acontecimientos la puso el propio régimen nazi cuando impuso a la comunidad judía alemana una multa de mil millones de marcos para pagar los daños y perjuicios sufridos, a la que fueron obligados a contribuir obligatoriamente todos los judíos alemanes. A la crueldad exhibida por los nazis, se le venía a unir el carácter grotesco de la ignominiosa multa.
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