Cuando me detengo unos minutos, no mucho más, a pensar en la porción de la Torá de la semana (la parashá) y en la vida real no puedo evitar asombrarme de cómo aquella se ha convertido (o acaso fue creada así desde siempre) en una alegoría de ésta. Sucede muy especialmente con el libro de Génesis, en hebreo literalmente “el principio”: que refiere tanto al principio de las cosas (la creación, la fundación de la genealogía de Israel) como al principio que las rigen o explican. En el caso de los judíos, esto aplica desde la tercer porción de la Torá, Lej-lejá y hasta el final del libro en Vayeji: vete, y vive, en dos palabras.
Si el patriarca Abram, devenido Abraham, o Iaacov, devenido Israel, cobran vida cuando se hacen cargo de un mandato, ¿qué queda para uno? Como en la Torá que rigurosamente leemos cada año, la cuestión es si estamos a la altura de las circunstancias. Tal vez pensarnos en su contexto, en nuestra coyuntura de vida, leyendo el texto que cada uno escribe minuto a minuto con aquel escrito e inmóvil desde siempre, y sin embargo tan poroso y fértil, nos ayude no sólo a saber qué tan bien lo estamos haciendo sino por qué lo estamos haciendo así. Cuando uno entiende su naturaleza, como cuenta la fábula de la rana y el escorpión, puede prever su destino o evitar una fatalidad.
Desde que cobré mi identidad de abuelo judío hace poco más de un año cuando sujeté a mi nieto Elías hijo de Pinjas Irmiahu y Daniela para su circuncisión; cuando he asistido a etapas puntuales de su crecimiento; cuando lo veo crecer en pantalla, cuando las distancias y los tiempos parecen ilusorios pero son bien reales; desde entonces en especial, pero desde siempre, me pregunto en forma retórica acerca de este eterno destino de irnos y vivir que la Torá agrupa en un relato corto, subjetivo, y totalmente vivencial, a diferencia de otras culturas que se relatan a través de la épica y heroísmo. Como dirá mucho más tarde en el Eclesiastés, “nada nuevo bajo el sol”.
Esto de ser abuelo a distancia, de que sólo el cincuenta por ciento de tu progenie esté razonablemente cerca de ti, este eterno deambular en busca de un destino o destinos mejores, aun cuando no obedezca a hambrunas o huidas, es tan esencialmente judío como la unicidad de Dios. Cuando yo era chico hace sesenta años en esta ciudad, Montevideo, vivíamos cerca de cincuenta mil judíos; hoy oscilamos entre un tercio y un cuarto de aquel número. La razón es la emigración, el inmutable “lej-lejá” que llevamos en nosotros desde el primer día, aunque recitemos de memoria nuestras “toldot” y vivamos vidas como las de Sara, intensas, conflictivas, fértiles, y que en definitiva dejemos legado aunque más no sea en forma de una piedra. Hay seguramente más tumbas en el cementerio que judíos en Uruguay. Aun así, seguimos porfiadamente construyendo legado a sabiendas que así como Iosef, que muere al final de Génesis, algún día emprenderemos el retorno. Porque siempre nos estaremos yendo.
Recuerdo amigos que solían decirme: ustedes, los judíos, están acostumbrados. Como si eso disminuyera el pesar, amortiguara la nostalgia, sustituyera el abrazo. No estamos acostumbrados porque no somos esencialmente distintos al resto de la humanidad, aunque algunos lo crean; sucede que estamos mandatados, constituidos, es parte de nuestra “genealogía de la palabra” (Oz). Somos sobrevivientes, libertarios, pragmáticos; tiene un costo: el de las lejanías. Acaso en nuestras tradiciones y textos, nuestro relato y nuestros rituales, resida el anclaje que nos mantiene unidos. Porque, ¿quién se perdería el brit-milá de un nieto? En el mejor de los tiempos en nuestra milenaria historia, sin lugar a duda, sería una blasfemia renunciar a los reencuentros, a los retornos. Iosef espero siglos para ser sepultado en La Tierra; nosotros podemos, en unas horas, abrazar seres queridos. Parafraseando a Borges en “Emma Zunz” nada ha cambiado excepto “las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.”
Ianai Silberstein