Hace veinte días escribía y compartía con la audiencia de Radio Jai:
Cuando estemos atravesando la semana de Janucá este año 5783 el Mundial habrá finalizado, pero el Judaísmo seguirá encendiendo sus luces en forma progresiva; no cada cuatro años, sino cada año. Nadie queda afuera, todos podemos difundir la luz. A diferencia del Judaísmo, la luz es universal. Sí, como el fútbol. No helenicemos más nuestro ya frágil legado judío.
Esta mañana me enteré por un twittero amigo que el encendido público de la Janukiá en Jabad argentina no sólo estaba programado para ayer sino que, efectivamente, se llevó a cabo. Doble mérito de la gente de Jabad: toda esta semana parecería en general inapropiada para “iluminar” el mundo cuando la caravana de la Selección Argentina, en medio de la marea multitudinaria, parecía convocar más a la oscuridad que a la luz.
Por eso recurro a otro párrafo que escribí hace veinte días:
El fútbol no tiene nada de judío aunque haya judíos que lo practiquen, judíos que lo dirijan, y judíos que lo disfruten (quien esto escribe). Es un relato épico en forma de juego de pelota, pero no es nuestro, no cuenta nada de quiénes somos o por qué existimos ni cuál es nuestro propósito de existir. El fútbol no es materia de sinagogas. La interpretación de sus reglas no surge del Talmud. Su razón de ser, derrotar al otro, no es esencial en nuestra Torá.
Es ineludible un día como hoy, a escasos tres días del emotivo triunfo de Argentina sobre Francia en Catar, no mencionar la gesta de la Selección argentina. Mencionar y felicitar calurosamente.
Porque además, y salvando la infeliz excepción que confirma la regla, lo que la Selección Argentina de fútbol liderada por Messi demostró a lo largo del Mundial fueron las mejores virtudes del fútbol argentino y por qué no de su sociedad. En algún momento escuché al periodista Gonzalo Bonadeo hablando de “dejar jugar a Messi”, que “cuánto más juega, mejor juega” o algo en ese sentido. Creo que no cabe duda que, por lo menos hasta aterrizar en Ezeiza, lo que hizo el equipo de Scaloni fue jugar.
En tiempo de Janucá, lo de Argentina en Catar no fue milagro. Argentina, con Messi a la cabeza, viene buscando este título desde el momento que el ídolo debutó en la Selección. Tengo muy presente la imagen de tristeza y frustración en Brasil 2014 cuando Argentina perdió la final con Alemania 0-1.
La gesta argentina en Catar no fue milagro sino producto de perseverancia, esfuerzo, y permanente corrección de errores. Para muestra, basta ver el partido con Arabia Saudita; tal vez sin esa derrota, por entonces todavía reparable, Argentina no hubiera alcanzado el título.
Pero no por nada estamos en Janucá. Seguramente los cataríes y la FIFA no tomaron en cuenta el calendario hebreo cuando fijaron las fechas de este Mundial, pero el tiempo es irreversible: es Janucá, así como el domingo será Navidad y para muchos este título habrá sido el mejor regalo en mucho tiempo, un regalo navideño para recordar siempre.
Si “el juego del fútbol es una de las tantas versiones del viejo circo romano y el culto helénico por el deporte y la destreza”, es oportuno pensar en aquello que la gesta de Janucá sí conmemora: el milagro acaecido durante una semana en el año 164 AEC: una ínfima cantidad de aceite puro (kasher) mantiene encendido el candelabro del Templo de Jerusalém durante ocho días.
Pero celebrar Janucá supone mucho más que el milagro del aceite, el heroísmo de los Macabeos (al que Los Rabinos-Jazal-eligieron renunciar en aras de apaciguar al Imperio Romano), y la persistencia a toda costa de nuestras tradiciones y valores. Celebrar Janucá en este siglo XXI es celebrar el Sionismo: la idea de que a los judíos nos corresponde, en términos modernos, un Estado. Vale la pena celebrar Janucá no sólo por “un gran milagro que ocurrió allí” sino por el gran milagro que ocurre aquí, hoy: el concepto de soberanía judía.
Las luminarias que encendimos durante veinte siglos iluminaron el mundo, es cierto; pero sobre todo iluminaron nuestro futuro. Hoy seguimos iluminando hacia fuera pero vaya si ha cambiado el lugar desde donde lo hacemos.
Cuando preparaba estas reflexiones esta mañana temprano, a sabiendas de que no podía eludir el Campeonato del Mundo para la audiencia de Radio Jai, argentina por sobre todo, todavía no sabía que en medio del caos que invadió buena parte del cono urbano porteño y la totalidad de los medios y las redes hubo, efectivamente, un acto de encendido público de las luces de Janucá.
Así como el triunfo mundialista es de los argentinos, suya también es la responsabilidad de discutir, evaluar, y juzgar los desmanes con que finalizó la jornada festiva de ayer. Lo que es bueno saber es que un grupo de argentinos judíos encendieron la luz e iluminaron el entorno tal como mandata la festividad. Esa responsabilidad no se elude y cada año se concreta en todo el mundo.
Porque en definitiva, los campeonatos pasan, la historia avanza inexorable, pero la idea del milagro, de algo que no sucede nunca pueda suceder; esa es una idea muy judía. Argentina perseveró treinta y seis años para volver a ser campeón en un Mundial; el pueblo judío perseveró dos mil años para volver a ser soberano. En cualquiera de los casos, perseverancia supone perfeccionamiento; hacerlo cada vez un poco mejor.
Jag Sameaj!
Ianai Silberstein