En sucesivas editoriales he comentado cómo amanezco expectante en relación a los acontecimientos en Israel: al principio con mucha ansiedad, luego con alguna esperanza, y finalmente con cierto hastío. Si cuento el comienzo de esta nueva “era” en la historia judía y de Israel desde noviembre de 2022, se cumplirán cinco meses la semana próxima: lo que prometía ser un desastre ha superado todas las expectativas. Como con la pandemia, aquello que creíamos que no podría ocurrir, ha ocurrido. Israel está en manos de La Derecha extrema con tintes populistas y fascistas mientras medio país “protesta” pero no tuerce (aún) la realidad.
Me consta que mucha gente piensa en salidas de consenso, gradualismo, y otros valores ajenos a la actual coalición de gobierno. Muchos piensan que Netanyahu puede volver a ser el gran estadista que alguna vez, y por tiempo prolongado, fue y que en un momento de epifanía heroica pondrá fin a todo este absurdo. Yo no lo creo, como tampoco creo que las manifestaciones en sí mismas puedan cambiar nada, excepto expresar la opinión pública de la mitad de Israel afectada, la que sostiene y viabiliza al país.
Lamentablemente, y con cierto pragmatismo, sólo creo en una forma de detener este círculo vicioso que muchos asocian con una guerra civil: las urnas. La caída del actual gobierno y una elección más no aseguran, según las encuestas, una coyuntura política demasiado distinta, aunque en un régimen como el israelí, cualquier variación puede afectar el resultado final; pero sí asegura una tregua en esta guerra que todavía no se define como civil pero está a una gota de sangre de serlo.
Elecciones y gobiernos son parte de la política; lo que está en juego en Israel son valores e identidad. Cualquiera sea el gobierno que asuma, no puede ignorar a la mitad que deja fuera. La experiencia de Bennet-Lapid ya lo probó: la traición vino del campo nacional religioso, el mismo que ahora nos avergüenza en el exterior. No sé puede armar gobierno ignorando a casi la mitad del país (aunque no sirvan en el ejército o no aporten a la economía), del mismo modo que no se puede formar gobierno llevándose por delante las libertades de la otra mitad.
Tampoco se podrá avanzar demasiado si el único líder que es reconocido como tal por adherentes y opositores es Netanyahu. El hombre ya no quiere gobernar, quiere sobrevivir y retirarse en la cúspide; una Presidencia, si acaso. Tal vez entonces sí él tenga la grandeza y la influencia para generar una suerte de “constituyente” que laude los temas que sirven de excusa a este enfrentamiento fratricida y donde está en juego mucho más que una reforma judicial. De los líderes que compiten hoy, incluido el Presidente Herzog, ninguno tiene chance de generar lo que Micah Goodman denominó “un momento constitucional”.
En el mejor de los casos, si todo esto desemboca en lo que en América del Sur llamamos una Asamblea Constituyente en una versión judía, aunque nos embarquemos en un proceso de años, por lo menos supondrá un camino de diálogo y mayorías para laudar las cuestiones, en la mejor tradición talmúdica. Mientras tanto los gobiernos se irán sucediendo hasta que la nueva legislación, cualquiera sea, entre en vigencia. En otras palabras: Israel funcionó sin Constitución hasta ahora; de ahora en más lo hará con una Constitución a la israelí en el horizonte.
En el peor de los casos, el régimen de derechas prevalecerá, porque tiene los votos y el liderazgo que carece el resto, y el país se verá enfrentado a incógnitas existenciales. De sustento, de defensa, de desarrollo, de educación, y de inserción en el mundo. Israel no caerá por Irán u otro enemigo de turno como no cayó por Egipto y sus aliados en 1956, 1967, o 1973. Caerá, si cae, algún día, como cayó el Imperio Romano: por la descomposición interna. O para usar una imagen bíblica, por la fuerza fanática de los erigidos en Sansón(es) que se llevarán junto con ellos al resto de los enemigos; en aquel caso eran los filisteos, en este caso serán esos otros judíos, los laicos y apartados de la Torá.
Tal vez haya un escenario menos terminante pero no menos terrible: volveremos a la época del Libro de los Jueces cuando éramos tribus, erigíamos líderes locales para lidiar con una crisis, y la unidad se reducía a los patriarcas y matriarcas y un mito de liberación y pacto. Porque está claro que no queremos ni sabemos tener reyes, y que en todo caso la unidad depende sólo del carisma de algunos monarcas. Si bien Bibi vive, ya no es Melej Israel.
Escuché a Nadav Argaman, ex Director del Shin-Bet, decir: “yo sirvo al reino, no al Rey”. Leí a Ricardo III, en palabras de William Shakespeare, decir: “mi reino por un caballo.” En definitiva, es todo una cuestión de valores. Cuánto vale lo que tenemos, cuánto vale lo que perdemos.
Ianai Silberstein