Por Esteban Silva, para Radio Jai
Durante las últimas semanas, la migración ha copado de forma impresionante las páginas físicas y virtuales de los medios de comunicación en diferentes partes del mundo.
Mientras los medios en todo el planeta cubrían el intento de rescate del submarino hundido en Terranova, 79 migrantes africanos morían ahogados en el Mar Jónico tras una intervención fallida de Frontex, la nueva guardia privada de las fronteras de la Unión Europea. En Francia, el asesinato del joven Nahel (17 años) durante una intervención policial ha abierto el debate sobre el tratamiento a los migrantes en el país, y una serie de protestas que asolan la nación; en España, el drama de los okupas que se instalan en casas ajenas y la constante estigmatización de la inmigración marroquí se han convertido en un problema público orientando a la opinión pública contra el presidente Pedro Sánchez; a su vez, la precandidata a la presidencia de la Argentina Patricia Bullrich usaba noticias falsas lamentables para asegurar que “la mitad de los estudiantes en las universidades públicas son migrantes”, lo que ha supuesto el escarnio público por parte de diversos actores políticos e instituciones del Estado.
Encontramos entonces un factor común en cada uno de estos casos: el migrante, “el otro”, es el blanco fácil para echar las culpas de procesos políticos que no se han atendido de forma correcta desde los gobiernos. Todo ello es la parte concluyente de procesos de integración fracasados, en todos los sentidos posibles, que concluyen en una ruptura social hirviente; años de exclusión no forzada que desembocan en tragedias.
En este artículo intentaré, de forma breve, explicar cómo las causas estructurales y culturales influyen en este asunto.
¿Integración, asimilación, marginación o segregación?
Los modelos clásicos referidos a la absorción de los migrantes en las sociedades de destino nos revelan dos ejes: uno referido a la mantención de la cultura propia, y otro a la entrada positiva o negativa en el nuevo país o espacio social en el cual se desarrollan. Al ser suposiciones teóricas, ninguno de estos modelos es ideal e incluso puede desarrollarse más de uno dentro de un mismo caso. De acuerdo a los ejes anteriormente planteados, el modelo estándar de Berry (1980) desarrolla 4 formas de aculturación migrante: integración, asimilación, segregación y marginación.
En el modelo de integración, el migrante es capaz de ser parte de la sociedad de destino e integrarse a sus modos de producción y socialización sin perder su capital cultural propio, mientras que en la asimilación sucede que el migrante se empapa del capital cultural nuevo, integrándose a la sociedad con este nuevo carácter. En el otro lado del espectro, la segregación implica la mantención del capital cultural, pero la exclusión de la sociedad de destino (caso concreto el apartheid sudafricano o los grupos esquimales en Canadá); por su parte, en el modelo de marginación existe un alejamiento cultural propio y también un rechazo por parte de la sociedad de destino, además de un sentimiento potente de alienación.
Las sociedades europeas, la inmigración y la integración fallida
En Europa, las corrientes de inmigración han estado ampliamente influidas por los movimientos derivados del post-colonialismo. El problema en el continente no es consecuencia del multiculturalismo, como dice la ultraderecha racista. Los franceses, y europeos en general, están lidiando internamente con su otro externo. Para una Europa construida en una relación de superioridad frente a su otro eso es difícil.
Europa constituyó su modernidad no como fenómeno interno -como dice la visión eurocéntrica-, sino en relación con el otro “no europeo”, a quien exteriorizó y deshumanizó en el contexto de la dominación colonial. Ser europeo, en sus términos de civilidad, es no ser ese “otro”.
Hasta mediados del Siglo XX ese “otro” estaba afuera. En Medio Oriente, el Magreb y el África subsahariana. Pero tras la Segunda Guerra Mundial el capitalismo necesitó estados de bienestar en Europa para que no avanzara el comunismo. ¿Y quiénes iban a ser la mano de obra barata para eso? Desde luego que iban a ser los migrantes. Entonces la Europa blanca, “civilizada” se llenó de árabes y descendientes de sus excolonias que llegaron a hacer el trabajo duro sobre el cual se sostuvo el estado de bienestar europeo. Pero ese otro es inferior. Es el exterior constitutivo de la autoconciencia europea. De modo que se crearon, especialmente en Francia, guetos para (des)ubicarlo. Para que quede afuera de las grandes urbes. Y haga su mundo allá en el exterior del interior. Y aquí el problema; lo que en Europa se ha llamado “multiculturalismo” no es más que un proceso fracasado de periferización de los migrantes no blancos: los que viven afuera estando dentro.
En Francia, casi el 14% de la población total nació en el extranjero, y otros cerca de 7 millones de franceses son descendientes de inmigrantes. La gran mayoría de esta población es de origen norteafricano y subsahariano como producto de las políticas de reparación por los años de colonialismo en sus países. Muchas de las figuras públicas e incluso autoridades de gobierno del país provienen de estas grandes olas migratorias. El país, que por muchos años fue tomado como un modelo de multiculturalismo exitoso, ha entrado en el cénit del fracaso social por la exteriorización de una segregación rampante: generaciones de descendientes de migrantes que nacieron en Francia, pagan impuestos en Francia y desarrollan sus vidas en Francia, pero que no se sienten franceses y afrontan el morbo mediático como parte de un rechazo social.
Y sucede lo mismo alrededor de Europa: las políticas de España para favorecer la nacionalización y formalización del trabajo migrante han desembocado en el rechazo de fuerzas políticas reaccionarias, que cargan el peso de crímenes sobre los migrantes. En 2021, 144 mil extranjeros adquirieron la ciudadanía española, muchos de ellos latinoamericanos y magrebíes. Sin embargo, las condiciones económicas del país y las barreras sociales también han generado una guetización social. Una de las peores consecuencias de esto ha sido la aparición del movimiento okupa: desde la década de 1980, migrantes desposeídos sin capacidad de pagar una hipoteca invaden casas, aprovechando vacíos legales para evitar ser expulsados.
Por su parte, la crisis de refugiados tras las guerras civiles en el África y Medio Oriente, y la aparición de grupos terroristas como Al-Qaeda, el Estado Islámico o Boko Haram trajeron consigo desde mediados de la década de 2010 grandes olas de refugiados y solicitudes de asilo al continente europeo. Sin embargo, y pese a las grandes “olas de solidaridad” con los afectados por la situación, el país con mayor cantidad de refugiados en el mundo es Turquía, con 3 millones (en su mayoría sirios). Un régimen acusado de persecución política y violaciones a los derechos humanos ha recibido más poblaciones vulnerables que la Unión Europea, que a través de su agencia de seguridad Frontex ha empezado a tercerizar y privatizar la guardia de fronteras, creando una industria de criminalización de la migración proveyendo de armas e implementos a potenciales agentes políticos.
¿Y en Latinoamérica?
Los falsos dichos de Patricia Bullrich sobre los estudiantes universitarios extranjeros esconden una mala percepción de lo que es la migración en un país de tradición de apertura, como la República Argentina. Un país donde cerca del 60% de la población desciende de italianos, y donde han confluido y siguen conviviendo comunidades de todo el mundo: judíos, musulmanes, paraguayos, peruanos, centroeuropeos y de forma más reciente venezolanos, entre otros. La Argentina, un modelo de integración exitoso que afirma la migración como un derecho esencial, podría ir camino de un sistema de exclusión basado en seguir asociando este fenómeno al delito y la inseguridad ciudadana.
Sin embargo, podría parecer “normal” que Argentina siga la tendencia de la región: Chile militarizando sus fronteras, Perú expulsando migrantes, Ecuador aperturando corredores humanitarios para no hacerse cargo de los refugiados, Estados Unidos privatizando la detención de inmigrantes ilegales, entre otros. Situaciones críticas también crean opiniones críticas: la eterna orientación a castigar al “otro”, deshumanizándolo; las críticas a los pactos de derechos humanos, exigiendo soluciones mortales a una justicia en la que nadie confía; los ataques xenófobos y la normalización de la racialización de diferentes atributos.
¿La solución? (conclusiones del autor)
Toda realidad es diferente. Sin embargo, en todos los casos una solución real pasa por dejar de mirar al migrante por debajo del hombro y empezar a generar una integración real. Esta integración no debe concentrarse solo en la aceptación étnico-racial, sino también en la aculturación para el respeto del Estado de Derecho, y la inclusión en los modos de producción económica y social.
Modelos como los exámenes de civilidad realizados en Holanda o el derecho al voto migrante en elecciones generales (consagrados en Uruguay y Chile) demuestran que es posible integrar a los inmigrantes en las sociedades de destino sin necesidad de pasar por procesos agresivos de amoldamiento del migrante a una sociedad ajena. Empoderar al migrante y no convertirlo en un sujeto dependiente (como sucede en muchas sociedades europeas como recompensa por el colonialismo) es el primer paso para aprovechar el inmenso capital humano, social, cultural, económico y político que pueden aportar estos nuevos ciudadanos en sociedades correctamente estructuradas.
Asimismo, no quiero decir con esto que no se deba controlar la migración. Todo Estado tiene derecho a aceptar y rechazar a una persona por motivos de antecedentes legales o falta de elegibilidad para entrar a un país. Políticas como la distribución de refugiados en Europa o ciertas exigencias legales en Sudamérica tienen objetivos claros. Sin embargo, se debe asegurar que esta migración sea segura y estable; combatir de forma dura el tráfico de personas y la transferencia ilegal de migrantes por parte de inescrupulosos que lucran con el deseo de las familias de tener una vida mejor.
Recomendación del autor: “La Haine” (1995), laureada película francesa que expresa el drama en 24 horas de la vida de tres migrantes de segunda generación en París. Creo que expresa muy bien parte del origen de la situación actual.
[1] Politólogo. Master of Arts (MA) en Estudios Migratorios por la Universidad de Tel Aviv, Israel.