Cada vez que se avecina un nuevo Rosh Hashaná (año nuevo en el calendario judío) quedo perplejo ante lo increíble (“increíble” en el sentido más literal de la palabra) que es el hecho de que apenas un poco más de quince millones de personas en todo el mundo marquemos y celebremos el comienzo de un año propio, por así decirlo, mientras el resto del mundo prosigue con sus actividades cotidianas y aguarda el transcurso de unos tres meses y medio más para recibir la llegada de un nuevo año civil y “universal” (¿?) que se rige por un calendario otrora imperial, si es que no ha dejado de serlo: el famoso calendario gregoriano.
Para comenzar, es curioso que los judíos celebremos el Año Nuevo en el otoño boreal, ya que el texto bíblico prescribe al pueblo de Israel consagrar el conteo de “los meses del año” en el mes del éxodo de Egipto, que corresponde a la primavera del hemisferio norte, es decir, seis meses antes para ser precisos. El hecho es que cuando los judíos fueron desterrados por el imperio babilónico en el 586 a.E.C., para estos cautivos, naturalmente, dejó de tener sentido regirse por un calendario propio que ordenaba la vida nacional en una tierra en la que forzosamente habían dejado de vivir. En consecuencia, sin dejar de celebrar las fiestas en su debido momento, los judíos pasaron a adoptar un calendario extranjero -el babilónico- del cual varios de sus meses son denominados con deidades paganas. Primera clave de la supervivencia judía: la flexibilidad, adaptación y resignificación ante los cambios inminentes y forzosos que trae aparejados el devenir de la historia.
Tan determinante y significativo fue este exilio (en hebreo “exilio” proviene de una raíz que quiere decir “descubrir”) que el calendario anteriormente foráneo se convirtió en el propio y oficial de las diásporas de Israel y, por si esto fuera poco, invirtió el ritmo del año hasta tal punto que los judíos pasaron a celebrar el Año Nuevo a la usanza babilónica, en el mes de Tishrei, ahora el primero del calendario judío aunque séptimo del bíblico. Lo judío había dejado de ser sinónimo de lo bíblico, el exilio obligó a los judíos no solo a vivir fuera del territorio ancestral sino a pensarse existencialmente fuera de él, lo que inevitablemente condujo a la necesidad de leer e interpretar sus textos fundacionales en una clave diferente. (A propósito de esta cuestión, en hebreo “interpretar” y “apartarse” comparten una misma raíz.)
A continuación, correspondería preguntarse con qué motivo los judíos celebramos el Año Nuevo: la creación del hombre, ese ser humano prístino y universal, Adán (el “de la tierra”, literalmente) es el motivo en torno al cual gira la celebración.
Ningún personaje de la historia específicamente hebrea dio lugar a la celebración judía-exílica del Año Nuevo, lo cual es sumamente lógico ya que surgió en una época de exilio, opresión y despojo para el pueblo judío. Cuando el ser humano se halla en una situación profundamente desfavorable en la que su existencia casi no tiene importancia para los demás, mucho menos para un imperio, se vuelve cabalmente consciente de la condición humana que atraviesa a todos por igual y de lo vanos que a veces son los particularismos identitarios, pero a la vez aprende a valorar la riqueza singular de su propia particularidad.
Sin embargo, a pesar de ese motivo, en las sinagogas, durante los dos días de Rosh Hashaná, no se lee acerca de la creación del mundo o del hombre. Las porciones bíblicas que la tradición judía escogió para esos días son las del nacimiento de Isaac y su atadura, (el mal llamado “sacrificio de Isaac” en ciertas exégesis). En consecuencia, a uno se le ocurre preguntarse por qué los temas bíblicos acerca de los cuales se lee en Rosh HaShaná no se condicen con el motivo que incluso en la liturgia de esos días aparece como central y fundamental.
Es que pensamos, sentimos y vivimos como humanos, no como seres naturales de la Tierra. Los años que cumplimos y contamos, apenas unos pocos en comparación con la antigüedad del planeta, son los que vivimos, y especialmente los que nos han resultado más significativos, dramáticos y felices. Por eso adentro de la sinagoga, en la vida comunitaria, la interna, la íntima, quizás la más auténtica, en Rosh Hashaná se lee acerca del nacimiento del primer niño hebreo (Abraham, su padre, no había nacido como tal), ese hijo tan anhelado que llega en la vejez de sus padres. Por eso la Torá indica con exactitud, por más disparatada e increíble que nos parezca, la edad que tenían Abraham y Sara cuando nació su hijo Isaac. Esos son los años que para ellos valieron la pena vivir, y tal vez por eso no sea casual que inmediatamente después de que Abraham se abstiene de sacrificar a su hijo, muere su esposa y el episodio siguiente pasa a llamarse “la vida de Sara”.
En tiempos tan vertiginosos, globalizadores y homogeneizantes como los que vivimos, la ocasión de Rosh Hashaná se presenta como un momento de contemplación y acogida, de reflexión y serenidad, pero especialmente de concientización y valoración de lo propio, apartado del ritmo cotidiano y bullicioso de la vida en sociedad.
A un mes de comenzar un año nuevo en el calendario judío, rezo para que la vida de los judíos, tanto para los de Israel como para los de la diáspora, se mantenga segura, próspera y en paz, y también rezo para que los judíos de la diáspora podamos seguir descubriendo nuevas dimensiones de la existencia y de la vida sin perder por ello nuestras raíces y nuestra tradición; que, como lo señalan las etimologías hebreas, el “exilio” sirva para “descubrir” y no para perderse o aislarse.
¡Shaná tová u-metuká!
Rodrigo Varscher