En octubre se presentará una exposición inmersiva sobre el ídish; una historia de identidad, creatividad, migración y pertenencia.
22 de agosto de 2023/ Por Cecilia Scalisi
En el ingreso, un gran mural de veinte metros con la pintura de un mapamundi de colosales dimensiones, donde la extensión de los continentes, países y ciudades, entre ellas Buenos Aires, da cuenta del desarrollo de una cultura global. Al lado, inmediatamente, la figura antigua de un hombre afable, vestido de smoking y galera negra, recibiendo al visitante con su esplendorosa sonrisa. Es la imagen de Jevel Katz –”el Gardel judío o el más alegre de los judíos”–, una figura que parece haber viajado en el tiempo, desde los años 30 hasta la actualidad, para dar la bienvenida a la primera y más grande exposición moderna de la cultura ídish, una muestra inmersiva creada con el objeto de “explorar una historia internacional multifacética de identidad, creatividad, migración y pertenencia”, en la cual la Argentina es una protagonista destacada.
“Será la creación de un museo”, cuenta en diálogo con LA NACION el bibliógrafo y director editorial del Yiddish Book Center de Massachusetts, David Mazower, curador principal de esta exhibición que se inaugurará en dicho centro el 15 de octubre próximo con miras a permanecer durante una década bajo el título: Yiddish, a Global Culture.
¿Cuáles son los rasgos propios, únicos y reconocibles de esta cultura que siendo tan específica y a la vez global? “Es una pregunta complicada de responder —dice Mazower— porque el ídish siempre tuvo una interacción significativa con la cultura mayoritaria de los lugares donde se desarrolló, en un camino de influencias de ida y vuelta. Cuando vemos los casos de Varsovia, Nueva York o Buenos Aires –explica–, reconocemos similitudes en el campo de lo político con ramificaciones del mismo partido; de lo sindical con organizaciones semejantes; de lo teatral con el mismo repertorio de piezas que se daban en una y otra ciudad, y hasta de la conexión de una economía internacional en la producción y consumo de diarios y revistas. La cultura ídish tiene en ese sentido dos referencias claves –resume–: el Imperio ruso y la Polonia independiente, y los Estados Unidos. Luego, un poco más tarde, la Argentina como tercer centro de relevancia”.
Relevancia de la cual surge, entre otros objetos exhibidos, la ilustración de Jevel Katz en el ingreso, la presencia de aquel inmigrante polaco nacido en Lituania que llegó a la Argentina en 1930 y desarrolló una carrera asombrosa con sus canciones en tono de parodia y temáticas costumbristas, sus letras escritas en un lenguaje de caricatura entre el castellano, el lunfardo y el ídish rioplatense, un sentido del humor ocurrente y una sonrisa infalible que lo convirtió en una de las figuras más populares y queridas de los círculos judíos. Su fotografía es una de las más de 350 piezas que narran la diáspora desde la literatura, la música, el teatro, la política y la prensa en ídish. “Nuestra idea original –comenta Mazower acerca del diseño en el que trabaja desde hace más de cinco años– es la de cambiar la percepción del público respecto de esta cultura. El foco está puesto en el carácter global y en la conexión de los diferentes centros: Varsovia, Kiev, Moscú, Nueva York, Los Ángeles, México, Melbourne, Sudáfrica… y la Argentina, porque el ídish fue, a causa de las emigraciones de los siglos XIX y XX, un fenómeno internacional y eso es lo que queremos demostrar: no sólo el aspecto recreativo, divertido o incluso nostálgico, sino la modernidad y sofisticación que expresaron en sus obras tantos escritores, poetas, dramaturgos, periodistas, músicos y artistas de esta civilización. Queremos conectar el pasado con el presente para inspirar cosas nuevas en la realidad de nuestros días”.
Un dato interesante es que esta lengua de antiguo origen germano (el idioma de los judíos askenazis asentados en Europa Central y del Este, basado en el alemán de la Edad Media con componentes del hebreo y aportes de las lenguas eslavas), nunca llegó a superar los 10,5 millones de parlantes en todo el mundo. “Ese número demográficamente bajo –señala–, nos demuestra que se trata de una cultura productiva, más aún teniendo en cuenta que no es una lengua atada oficialmente a un territorio ni a un estado que sustente su permanencia”.
“Una de mis metas es mostrar qué importante fue la Argentina dentro de ese mapa mundial –afirma David desde el YBC de Massachusetts, a dos horas de la capital del estado, la ciudad de Boston–. Los especialistas por supuesto que lo saben, los historiadores y la gente de teatro también. Pero el resto, que es la mayoría, ni siquiera lo imagina”.
Entre las reliquias que pondrán de manifiesto esa representación histórica en la cartografía ídish estará presente, en un sector dedicado a la postguerra, una fabulosa colección de libros publicados en Buenos Aires a partir de 1945: una serie que contiene 175 volúmenes de títulos clásicos, además de memorias, historia y poesía por entonces inéditas, expuesta junto a la foto de un contingente de escritores inmigrantes llegando al país en un barco francés. “Quisimos contar cómo la gente se organizó después del Holocausto, porque fue un momento extremadamente importante en el que se dieron iniciativas como este proyecto editorial, con cientos de libros que llegaban a Europa, a Polonia, por ejemplo, donde no se conseguía ni producía nada. Los sobrevivientes estaban hambrientos, pero también de lecturas en su propia lengua y ese aporte que llegaba desde la Argentina era algo valiosísimo”.
No sólo cómo enviaba su ayuda al Viejo continente destruido, sino también cómo recibía la Argentina las producciones que eran vitales para la reconstrucción y la sobrevivencia material y espiritual al final de la Segunda Guerra. “Así fue –confirma el curador–: para actores y dramaturgos, la plaza porteña era importantísima. La vida teatral ídish en Buenos Aires era algo fenomenal en aquellos tiempos. Todos los grandes artistas de Polonia o de Nueva York viajaban a la Argentina para hacer dinero en la contratemporada porque allí encontraban oportunidades fabulosas de escenarios y de público. Pero lo más extraordinario era que no se trataba de los sótanos de los suburbios –dice poniendo en relieve–, sino de hacer teatro ídish en las mejores salas del circuito central”. Una foto del icónico teatro Coliseo, donde se desarrollaban esas temporadas, se exhibe como prueba de su afirmación.
Vinculado a una historia menos grata, más dolorosa y más presente: un fragmento de granito negro extraído de entre los escombros del atentado a la AMIA. “Mi colega, el académico norteamericano, bibliógrafo, escritor y librero Zachary Baker viajó a la Argentina en 1994 invitado por la IWO (la organización de archivos judíos que estaba alojada en el mismo edificio de la mutual israelita). Fue convocado después del ataque terrorista para trabajar como experto en el rescate de documentos. Como memoria y símbolo de su visita, recibió una piedra. La conservó todos estos años y al enterarse de esta recopilación, ofreció donarla para que sea exhibida junto a la cronología de los hechos en una caja de cristal dedicada a la sección salvando nuestra cultura. “Es el objeto perfecto para expresar el sentido de una cultura en riesgo y el esfuerzo por mantenerla viva”.
Para el curador, una de las piezas provenientes de la Argentina es la perla del museo. Se trata de una enorme pintura de arte micrográfico expuesta con lupas colgantes que permiten examinar el detalle a nivel pictórico y literario.
La lámina fue realizada en 1945 por un inmigrante polaco, un obrero textil llamado Guedale Tenembaum, quien en sus horas de ocio, tal vez inspirado en el trabajo minucioso que realizaba con hilos y costuras, se dedicaba a componer retratos que donaba a instituciones educativas sin obtener dinero ni reconocimiento artístico, basados en esta técnica que consiste en crear rostros a partir de miles de frases en miniatura seleccionadas de los textos, poesías, cuentos o discursos de la personalidad homenajeada, como en este particular caso del célebre filósofo y escritor ruso Chaim Zhilotvky, prócer del pensamiento político de izquierda que a comienzos del siglo XX lideró la institución que declaraba al ídish, lengua nacional del pueblo judío. “Es una tradición típicamente judía, un arte religioso cultivado durante siglos en libros iluminados, manuscritos y documentos –informa David–. Es una práctica que deriva de la habilidad con que se escribe el rollo de la Torá, una suerte de mapa mental que desplegaban quienes dedicaban su vida a escribir los textos sagrados. De esa destreza nació este arte micrográfico que celebra a grandes figuras”.
Cuenta la historia que el cuadro de Tenembaum –”compuesto de más de 17 mil letras individuales con cuyos colores, luces y sombras, van diseñando los relieves del rostro”–, estuvo colgado durante veinte años en una escuela porteña llamada como el prócer, Chaim Zhilotvky, hasta que el establecimiento debió cerrar por falta de apoyo. Entonces el cuadro fue desechado y, según cuenta David, alguien vio la lámina rasgada en dos, la rescató y se la entregó a la hija, Lea Tenembaum. “En 2018, un representante del teatro ídish neoyorkino, Shane Baker, subió a Facebook una foto tomada en Israel. En el fondo se apreciaba uno de los cuadros de este artista genial de quien ni siquiera conocía su nombre –cuenta–. Lo averigüé, contacté a Lea, le explicamos la importancia de este arte para la cultura ídish y al comprobar cuánto se honraba la memoria de su padre, decidió donar al YBC esta obra llena de simbolismos y belleza”.
Finalmente, como en el cuadro de Tenenbaum, se necesita distancia para contemplar, por efecto de la perspectiva, las formas ocultas que emergen de entre las palabras. A veces, la mera distancia del espacio. Otras, la distancia más profunda del tiempo que permite sacar a la luz los valores de una cultura, o de todas las que se resisten a su extinción. Dijo Aaron Lansky, un hombre que salvó el universo de más de un millón y medio de libros y fundó hace 43 años el Yiddish Book Center de Massachusetts: “La cultura importa, porque si uno no tiene acceso a las historias, el idioma y los objetos tangibles, tampoco podrá saber nunca quién es en realidad”.
Fuente: La Nación