Somos lo que recordamos

Rab Jonathan Sacks

Una razón por la que la religión ha sobrevivido en el mundo moderno a pesar de cuatro siglos de secularización es que ella responde a tres preguntas que cualquier persona pensante se plantea en algún momento de su vida: ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? Y entonces, ¿cómo debo vivir?

Estas preguntas no pueden responderlas las cuatro grandes instituciones del occidente moderno: la ciencia, la tecnología, la economía de mercado y el estado democrático liberal. La ciencia nos dice el cómo pero no el por qué. La tecnología nos da poder, pero no puede decirnos cómo usar ese poder. El mercado nos da opciones pero no nos dice cuáles opciones elegir. El estado democrático liberal por cuestión de principios evita endorsar cualquier forma particular de vida. El resultado es que la cultura contemporánea coloca ante nosotros un rango casi infinito de opciones, pero no nos dice quiénes somos, por qué estamos aquí ni cómo debemos vivir.

Sin embargo, estas son preguntas fundamentales. La primera pregunta de Moshé a Dios en su primer encuentro en la zarza ardiente fue: “¿Quién soy yo?”. El sentido llano del versículo es que se trataba de una pregunta retórica: ¿Quién soy yo para asumir la tarea extraordinaria de llevar a todo un pueblo a la libertad? Pero por debajo de este sentido llano había una pregunta genuina de identidad. Moshé había sido criado por una princesa egipcia, la hija del faraón. Cuando él rescató a las hijas de Itró de los pastores midianitas, ellas regresaron y le dijeron a su padre: “Un hombre egipcio nos salvó”. Moshé se veía y hablaba como un egipcio.

Luego Moshé se casó con Tzipora, una de las hijas de Itró, y pasó décadas como un pastor midianita. La cronología no queda del todo clara, pero dado que era un hombre relativamente joven cuando se fue a Midián y tenía ochenta años cuando le ordenaron guiar a los israelitas, él pasó la mayor parte de su vida adulta con su suegro midianita, cuidando su rebaño. Por lo tanto, cuando él le preguntó a Dios: “¿Quién soy yo?”, por debajo de la superficie había una verdadera pregunta. ¿Soy un egipcio, un midianita o un judío?

Di a los israelitas: “Hashem, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Itzjak y el Dios de Iaakov, me ha enviado a ustedes”. Este es Mi Nombre para siempre y esta es mi mención para todas las generaciones.

También aquí hay un doble sentido. En la superficie, Dios le dice a Moshé qué debe decirles a los israelitas cuando ellos pregunten “¿Quién te ha enviado a nosotros?”. Pero en un nivel más profundo, la Torá nos está relatando la naturaleza de la identidad. La respuesta a la pregunta “Quién soy yo?”, no es simplemente un tema de dónde nací, donde pasé mi infancia mi vida adulta, ni de qué país soy ciudadano. Tampoco se responde en términos de lo que hago para ganarme la vida, o cuáles son mis intereses y mis pasiones. Esas cosas se tratan de dónde estoy y qué hago, pero no quién soy.

La respuesta de Dios, “Yo soy el Dios de tus padres”, sugiere algunas proposiciones fundamentales. En primer lugar, la identidad pasa a través de la genealogía. Importa quiénes fueron mis padres, quiénes fueron sus padres, etc. Esto no siempre es cierto. Hay hijos adoptivos. Hay hijos que conscientemente toman la decisión de cortar la relación con sus padres. Pero para la mayoría, la identidad depende de descubrir la historia de nuestros antepasados, lo cual en el caso de los judíos, dadas las dislocaciones sin precedentes de la vida judía, casi siempre es una historia de viajes, coraje, sufrimiento o escapes del sufrimiento y pura resistencia.

En segundo lugar, la genealogía misma cuenta una historia. Inmediatamente después de decirle a Moshé que le dijera al pueblo que lo había enviado el Dios de Abraham, Itzjak y Iaakov, Dios continuó diciendo:

Vé y reúne a los ancianos de Israel y diles:”Hashem, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, Itzjak y Iaakov, se me ha aparecido para decir: He visto lo que les hacen en Egipto y he prometido que los haré subir de la aflicción en Egipto a la tierra del canaanita, del jití, el emorí, el perizí, el jiví y el yebusí, a una tierra que mana leche y miel.

No era simplemente el Dios de sus ancestros. También era el Dios que había hecho ciertas promesas: que los sacaría de la esclavitud a la libertad, del exilio a la Tierra Prometida. Los israelitas era parte de una narrativa que se extendía a lo largo del tiempo. Eran parte de una historia no terminada, y Dios estaba por escribir el siguiente capítulo.

Todavía más, cuando Dios le dijo a Moshé que Él era el Dios de los ancestros de los israelitas, Él agregó: “Este es Mi nombre eterno, así es como seré recordado (zijrí) de generación en generación”. Aquí Dios está diciendo que Él está más allá del tiempo: “Este es Mi Nombre eterno”. Pero cuando se trata del entendimiento humano, Él vive dentro del tiempo, “de generación en generación”. La forma en que se hace esto es a través de la memoria; “Así es como debo ser recordado”. La identidad no se trata sólo de quiénes fueron mis padres. También importa qué fue lo que ellos recordaron y me transmitieron. La identidad personal toma forma a través de la memoria individual. La identidad grupal se forma por la memoria colectiva.(1)

Todo esto es un preludio a una importante ley de esta parashá. Esta ley nos dice que los primeros frutos deben llevarse “Al lugar que Dios eligió”, es decir, a Jerusalem. Allí eran entregados al sacerdote, y cada persona debía efectuar al siguiente declaración:

“Mi padre fue un arameo errante que descendió a Egipto con unas pocas personas y allí se convirtió en un gran pueblo, poderoso y numeroso. En Egipto nos maltrataron y nos afligieron, e impusieron sobre nosotros una dura servidumbre, Entonces clamamos a Hashem, el Dios de nuestros ancestros, y Hashem escuchó nuestra voz y vio nuestra aflicción, nuestra pena y nuestra opresión. Hashem nos sacó de Egipto con mano poderosa y con brazo extendido, con gran pavor y con signos y prodigios. Y nos trajo a este lugar y nos entregó esta tierra que mana leche y miel. Y ahora, he aquí que he aportado lo primero de los frutos del suelo que Tú, Hashem, me has entregado” (Deuteronomio 26:5-10)

Este pasaje lo conocemos porque, por lo menos desde la época del Segundo Templo, ha sido una parte central de la Hagadá, la historia que relatamos en la mesa del Séder. Pero prestemos atención que originalmente fue dicha en relación a la ofrenda de los primeros frutos, algo que no tenía lugar en Pésaj sino que por lo general se los llevaba en Shavuot.

Lo que resalta de esta ley es esto: Hubiéramos esperado que al celebrar la tierra y su producto, habláramos del Dios de la naturaleza. Pero este texto no habla de la naturaleza, sino de la historia. Habla de un ancestro lejano, un “arameo errante”. Es la historia de nuestros ancestros. Es una narrativa que explica por qué estoy aquí, y por qué el pueblo al cual pertenezco es lo que es y está dónde está. En el mundo antiguo no hay nada ni remotamente similar, y tampoco hay nada similar en la actualidad. Como dijo Iosef Jaim Ierushalmi en su libro clásico “Zajor”,(2) “Los judíos fueron el primer pueblo que vio a Dios en la historia, los primeros que vieron un significado general en la historia, y los primeros que hicieron de la memoria un deber religioso”.

Por eso la identidad judía ha probado ser la más tenaz que el mundo ha conocido; la única identidad sostenida por una minoría dispersa por el mundo durante dos mil años; algo que eventualmente llevó a los judíos de regreso a la tierra y al estado de Israel, convirtiendo el hebreo, el lenguaje de la Biblia, en una lengua viva nuevamente después de un lapso de varios siglos en los cuales sólo fue usada para la poesía y la plegaria. Somos lo que recordamos, y la declaración de los primeros frutos es una manera de asegurar que los judíos nunca lo olviden.

En los últimos años aparecieron en los Estados Unidos una serie de libros preguntando si la historia norteamericana se sigue contando, si la siguen enseñando a los niños con un marco que habla a todos sus ciudadanos, recordando a cada generación las batallas que debieron lucharse para llegar a “un nuevo nacimiento de la libertad” y las virtudes necesarias para mantener esa libertad.(3) La sensación de crisis en cada una de estas obras es palpable, y aunque los autores vienen de diferentes rincones del espectro político, su tesis más o menos es la misma: si olvidas la historia, perderás tu identidad. Existe algo así como un equivalente nacional al Alzheimer. Quiénes somos depende de qué recordamos, y en el caso del occidente contemporáneo, un fracaso de la memoria colectiva es un peligro real y presente para la libertad futura.

Los judíos hemos relatado la historia de quiénes somos por más tiempo y con mayor devoción que cualquier otro pueblo sobre la faz de la tierra. Esto hace que la identidad judía sea tan rica. En una época en la cual la memoria de la computadora y de los teléfonos inteligentes ha crecido tanto, de kilobytes a megabytes a gigabytes, mientras la memoria humana se ha vuelto más breve, hay un importante mensaje judío para toda la humanidad. No puedes delegar la memoria a las máquinas. Tienes que renovarla y enseñarla regularmente a la nueva generación. Winston Churchill dijo: “Mientras más puedes ver hacia atrás, más podrás ver hacia adelante”.(4) En otras palabras: aquellos que relatan la historia de su pasado ya han comenzado a construir el futuro de sus hijos.


NOTAS:

1 . Las obras clásicas sobre memoria e identidad grupal son Maurice Halbwachs, On Collective Memory, University of Chicago Press, 1992, y Jacques le Goff, History and Memory, Columbia University Press, 1992.
2. Yosef Hayim Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory. University of Washington Press, 1982. Ver también Lionel Kochan, The Jew and His History, London, Macmillan, 1977.
3. Entre las más importantes están Charles Murray, Coming Apart, Crown, 2013; Robert Putnam, Our Kids, Simon and Shuster, 2015; Os Guinness, A Free People’s Suicide, IVP, 2012; Eric Metaxas, If You Can Keep It, Viking, 2016; and Yuval Levin, The Fractured Republic, Basic Books, 2016.
4. Chris Wrigley, Winston Churchill: a biographical companion, Santa Barbara, 2002, xxiv.

 

Rav Jonathan Sacks

Rab Jonathan Sacks z”l, fue un rabino, filósofo y pensador judío que se desempeñó como Rabino Jefe del Reino Unido y la Mancomunidad de Naciones entre los años 1991-2013. Rav Sacks recibió múltiples premios incluyendo el Templeton Prize en 2016 y es el recipiente de 17 doctorados honorarios. En el año 2005 fue nombrado ‘Caballero’ por Su Majestad la Reina y se convirtió en un ‘Compañero vitalicio’, ocupando su asiento en la Cámara de los Lores en octubre de 2009. Rav Sacks fue además un prolífico autor y escribió más de 30 libros.