Una panadería, un torneo de fútbol y una matanza final: cuando indigentes ucranianos humillaron a militares nazis en la Kiev ocupada

El domingo 9 de agosto de 1942 se disputó el “partido de la muerte” en el marco de la invasión del Tercer Reich al territorio soviético. Se enfrentaron el Start FC, un equipo nutrido por ex futbolistas ucranianos reclutados por el dueño de una fábrica de pan, y el Flakelf, integrantes de la fuerza aérea nazi. Las misceláneas de un duelo tenso y las medias verdades de un desenlace en revisión histórica

Por Milton Del Moral

Iósif Ivanovich Kordik lo vio, lo estudió. Sentado en un café en el centro de Kiev, entrecerró los ojos y agudizó la mirada. Concentró su atención en ese hombre desvencijado, demacrado, camuflado en el paisaje sombrío de la capital ucraniana ocupada. Rengueaba, tenía los huesos en relieve y el cuerpo consumido. Parecía un hombre vencido. Eso lo confundió. Había perdido la presencia dominante que le recordaba. Una cicatriz en la mejilla derecha acreditó su identidad. Era el hombre que creía que era, el hombre que había sido. Mykola Trusevych era el arquero de su equipo, el Dynamo de Kiev. Pero ahí era solo un sobreviviente de la invasión nazi, un civil perdonado por los Einsatzgruppen, los escuadrones de la muerte alemanes, un desechado más que vagaba por las calles en busca de restos de comida.

Kiev era una ciudad ruinosa en un proceso de reconstrucción operativa. Había caído el 19 de septiembre de 1941, tres meses después de la activación de la “operación Barbarroja”, el mayor despliegue militar nazi que orquestó la conquista del “espacio vital” en el este europeo y desarticuló el pacto testimonial de no agresión entre la Unión Soviética y el Tercer Reich. Kiev ostenta el penoso récord de haber albergado la mayor toma de prisioneros en una sola acción bélica en la historia de la Segunda Guerra Mundial: 665 mil prisioneros. La capital ucraniana acabó arrasada tanto por el invasor como por el desplazado: la maquinaria de aniquilación sobre judíos y comunistas se completó con la lógica de “tierra quemada”, la orden de Stalin para no entregarle a los nazis una ciudad con edificios o industrias utilizables.

Hubo quienes interpretaron a la invasión como una visita, como una salvación, como una transición hacia la independencia. Hubo quienes preferían a Adolf Hitler antes que a Iósif Stalin y potenciaron, tras la ocupación, su vena nacionalista y antisemita. Las matanzas no se demoraron. Diez días después de la caída de la ciudad, las fuerzas alemanas ordenaron a todos los judíos presentarse con su equipaje y sus objetos de valor en un sitio específico. Los desobedientes serían fusilados. Más de treinta tres mil personas fueron asesinadas, bajo las condiciones de esta disposición, el 29 y 30 de septiembre. El exterminio tuvo lugar en la frontera noroeste de la ciudad, en un área conocida como “el barranco de la abuela”, que pasó a la historia como el “fusilamiento masivo de Babi Yar”.

 

Una postal de Mykola Trusevych en acción: el arquero del Dynamo de Kiev que se convirtió en el emblema del Start FC y el responsable de reunir a viejos compañeros

Los que no habían muerto eran fantasmas de la masacre. Trusevych representaba apenas un esbozo de aquel portento que atajaba en el Dynamo tres años atrás. Se había librado de los campos de detención luego de ofrecer un juramento de lealtad al nuevo régimen. Figuraba, como otros compañeros de su equipo, como miembro de la policía secreta soviética, el NKVD, pero no había participado de manera activa en la militancia del partido comunista. Era padre de una niña y esposo de una mujer judía anclada en la clandestinidad. Había quedado herido de una pierna en una batalla por la resistencia. Había sido liberado bajo extorsión, había sido privado de sus derechos básicos, había caído en la indigencia. Necesitaba comida y asilo.

Iosef Kordik era el director de la panadería número tres de la calle Degtyarevskaya, la primera en reabrir tras la ocupación. “No se trataba de las pintorescas panaderías de un barrio parisino, sino de complejos industriales diseñados para hornear pan para miles de personas”, retrató Kevin Simpson en su libro Fútbol bajo la esvástica. Después de identificarlo, después de sorprenderse, le propuso comida, asilo y trabajo. Hacia mediados de 1942 la capital ucraniana iniciaba un lento curso de reactivación industrial. El pan no era para los civiles sino para las fuerzas de ocupación nazis que avanzaban rumbo este. La hambruna era un genocidio lento. Consumada la limpieza étnica, extinguido cualquier foco de rebelión, orquestados los secuestros, los saqueos y los envíos de mano de obra esclava, la masacre se complementó con un plan despiadado para despoblar la ciudad y quedarse con sus tierras: matar de hambre.

Kordik fue el benefactor y el fútbol, un escaparate. Le dijo a Trusevych que quería armar un equipo. Fue en busca de otros futbolistas del Dynamo. Muchos ya no estaban: habían muerto famélicos, en combate, ejecutados o esclavizados. Makar Goncharenko, en un derroche de optimismo, había conservado sus botines. Lo encontraron y lo convocaron. No sólo a él ni a sus compañeros del Dynamo. Del Lokomotiv de Kiev reclutaron a Mikhail Melnik, Vasily Sukharev y Vladimir Balakin. Fue fácil persuadirlos: la existencia era una lucha encarnizada. Tener alimento, refugio y un marco de seguridad era una suerte. No empleaba solo futbolistas: el paraguas protector de Kordik también cubría a boxeadores, gimnastas y nadadores.

 

Una fotografía posterior a uno de los encuentros disputados en ese torneo de verano: el Start FC usaba una remera de lana roja y pantalones blancos

Kordik tenía un equipo. En marzo de 1942 comenzaron los entrenamientos formales en el patio de la panadería, donde podían pasar desapercibidos dada la filiación nominal que algunos habían tenido con el ejército rojo. No podían usar el Dynamo de nombre por clara referencia a la herencia soviética: eligieron el Start FC, un nombre similar al ucraniano en su traducción al inglés. Los nazis tenían un torneo. Habían promovido la práctica del fútbol como un placebo, una simulación de normalidad, un residuo de paz. Lo promocionaban con carteles pegados en las paredes. La entrada era gratuita. Los partidos se celebraban en el estadio del Zenit, un parque público de Kiev. Era la mayor diversión disponible: el regreso al fútbol de alto nivel luego de una interrupción de tres años, cuando en 1939 empezó la guerra.

Las guarniciones alemanas tenían seis representantes. Los ucranianos dos: el Start FC y el Rukh, que significa “movimiento” en ucraniano. El Ruck tenía una génesis distinta. Su gerente, director técnico y futbolista era Georgi Shvetsov, el responsable de la reintroducción de la pelota en Kiev, el brazo ejecutor de la implementación del fútbol como política de distracción. Shvetsov organizó la competencia: era un ucraniano afín a las políticas nacionalistas, reconocido por su simpatía con el régimen nazi. Convocó a los mismos jugadores que Trusevych rescató de los escombros de la ciudad: ninguno quiso jugar con él. No pudo armar un equipo de talentos, sino uno de colaboracionistas.

Los futbolistas del Start FC habían sopesado su involucramiento. Temían tanto la exposición como caer en la trampa de la complicidad. Pero intuían que sus victorias podían estimular la moral de los habitantes y resignificar la causa de los oprimidos. Comprendieron que jugarlo era vital. El 7 de junio de 1942 fue domingo. Los equipos ucranianos se enfrentaron a las 17:30, luego de que el Flakelf, una formación del cuartel general de la Luftwaffe, jugara el partido previo contra miembros de los servicios de abastecimiento de la fuerza aérea alemana. El Start no usó el blanco y azul tradicional del Dynamo de Kiev. En un almacén evacuado habían quedado camisetas de lana rojas: provocación o mera coincidencia, vistieron remeras de un tono con filiación comunista. Los pantalones cortos habían sido pantalones largos atravesados por una tijera. Los botines eran zapatillas de lona, botas de trabajo o zapatos.

El equipo de los panaderos: al arco, Mykola Trusevych. Otros siete jugadores del Dinamo de Kiev dispersos en la cancha: Mikhail Svyridovskiy, Mykola Korotkykh, Oleksiy Klimenko, Fedir Tyutchev, Mikhail Putistin, Ivan Kuzmenko y Makar Goncharenko. Los tres restantes, pertenecientes al Lokomotiv: Vladimir Balakin, Vasil Sukharev y Mikhail Melnyk. Conformaban un club fundado en el año en que tendría que haberse jugado el cuarto mundial, fundado en la época en la que en Europa el fútbol era una actividad restringida y circunscripta al permiso nazi.

Aunque peores equipados, peores alimentados, seguían siendo futbolistas. Le ganaron siete a dos al Rukh. Shvetsov, humillado y furioso, le prohibió al Start FC entrenar en el nuevo estadio nacional, reacondicionado tras la invasión. Pero Iosef Kordik no se preocupó: tenía el patio de su fábrica de pan para las prácticas. Su equipo solo hilvanó triunfos en la temporada de verano. Ganaba con comodidad, con suficiencia, con autoridad. La cancha fue el refugio de los justos y el fútbol, su revancha. Que los demacrados y desnutridos ucranianos vencieran a los entrenados y vigorosos alemanes, que los invadidos se apropiaran orgullosos de esos triunfos, que los vestigios de resistencia recuperaran el espíritu y el optimismo no era una propaganda saludable para el régimen nazi.

El Flakelf era el equipo encargado de restituir la superioridad de la raza aria. El equipo de la Luftwaffe estaba supervisado personalmente por Hermann Goering -creador de la Gestapo, mariscal del Reich y sucesor de Hitler por designio del propio Führer-, quien eximió a los jugadores de tareas militares para prepararse para el partido. Se enfrentaban trabajadores maltratados y esqueléticos que habían jugado al fútbol cuando el mundo era otro ante militares entrenados. Se suponía que no habría diferencias. No las hubo. Se jugó el jueves 6 de agosto de 1942. Los irreverentes ucranianos revocaron esa etiqueta de raza inferior al ganar por cinco a uno.

Los diarios de Kiev, intervenidos desde la ocupación, omitieron la noticia del triunfo. Al día siguiente, ya estaba anunciada la revancha a través de carteles dispuestos por la ciudad: sería el domingo 9 de agosto. “Era una batalla del fascismo contra el bolchevismo. Curiosamente, en el cartel que anunciaba el partido figuraban catorce jugadores del Start, incluido uno del Rukh que sólo había aparecido una vez, cuando el equipo de panaderos andaba escaso de miembros. El Start nunca había jugado con un plantel tan completo, y a menudo tenía problemas para alinear un equipo con once jugadores. Y lo que es más importante, se omitió en el cartel a uno de los futbolistas más queridos y carismáticos, ‘Vanya’ Kuzmenko”, recita el profesor Kevin Simpson en su libro.

El calor era protagonista en Kiev. El estadio del Zenit rebalsó. La atmósfera era tensa. Había soldados de la Wehrmacht custodiando las adyacencias, policías empuñando palos con picos, pastores alemanes patrullando el perímetro de la cancha. Los nazis y los colaboracionistas, distribuidos en las tribunas. Alrededor del campo, repartidos sobre el césped, los ucranianos. No había vallas ni redes que detuvieran los envíos que superaran los límites del campo de juego. Los más niños fueron útiles alcanzapelotas. La tensión escalaba. El vestuario del Starf FC recibió una visita incómoda: Makar Goncharenko lo describió, años después, como un hombre alto y calvo, que hablaba en ruso perfecto y vestía el uniforme de las SS. “Soy el árbitro del partido de hoy -se presentó-. Sé que son un equipo muy bueno. Por favor, sigan todas las reglas, no infrinjan ninguna, y antes del partido, saluden a sus oponentes a nuestro modo”. El flujo de visitantes se incrementó. Se abrió una situación inverosímil: gente repartiendo comida, buenos deseos y advertencias.

Salieron a la cancha: camisetas rojas para unos, camisetas blancas para otros. Los alemanes se formaron antes del pitazo inicial: extendieron el brazo derecho para hacer el saludo hitleriano y proferir “¡Heil Hitler!” al unísono. “Un momento de temor e incertidumbre se apoderó de los hinchas ucranianos -relata Simpsons-. ¿Haría lo mismo el Start FC? Los jugadores bajaron la cabeza y levantaron lentamente los brazos. Lo que al principio pareció una capitulación ante las exigencias alemanas cambió rápidamente cuando los brazos levantados de los futbolistas ucranianos volvieron a su pecho, y cada uno de ellos gritó un conocido cántico soviético de deportistas de la época”. Habían entonado una consigna neutra: “¡Fizculthura!” (“¡Que viva el deporte!”). Aunque irreverente, fue interpretado como un gesto de buena voluntad.

El Flakelf tenía incorporaciones, suplentes y el aval del árbitro para ejercer violencia física sin sanciones. En el banco de suplentes del Start estaba solo el entrenador. A los pocos minutos del partido, a Trusevych lo dejaron inconsciente en su área con un golpe. No había arquero que lo pudiera reemplazar. Se recuperó, a medias. En la siguiente jugada, con su físico mermado, el Flakelf convirtió el uno a cero. La agresividad, el juego brusco, la impunidad, la deslealtad continuó sin intervención arbitral. El equipo de la Luftwaffe podía presumir fuerza y disponer del permiso del juez, pero carecía de la técnica de los ucranianos. Kuzmenko marcó el empate con un disparo lejano. Goncharenko esquivó patadas y estableció el dos a uno, y luego el tres a uno con una volea perfecta dentro del área grande.

En el entretiempo, el vestuario del Start FC recibió la visita de Georgi Shvetsov, el dirigente, técnico y jugador del Rukh. Les aconsejó prudencia y les recomendó que se protegieran y que cuidaran a la multitud que había en el estadio. Un oficial de las SS reforzó esa advertencia con una sutileza macabra: los felicitó por el rendimiento ofrecido en la primera mitad del partido antes de sugerirles que consideraran cuidadosamente las consecuencias de un triunfo. La diferencia en el juego y en el marcador ya era sustancial. Flakelf prescindía de ideas para imponer su juego torpe. El segundo tiempo fue paulatinamente apagándose. Un gol para cada equipo no modificó el semblante: las tensiones se concentraban afuera y después.

El final del partido fue una decisión salomónica y arbitraria del juez. Lo contó Vladimir Mayevsky, quien en 1942 tenía apenas diez años. “Recuerdo que Klimenko esquivó a todos los defensores alemanes, incluido el portero, pero en lugar de meter el gol, paró la pelota en la línea, giró y pateó la pelota directo a mitad de cancha”, describió. Cambió el gol por una metáfora. La decisión deliberada de no haber convertido fue peor que el gol: una humillación descarada. El árbitro decidió, de inmediato, dar por terminado el partido.

El cuatro a dos del Start FC sobre el Flakelf pasó a la posteridad como “el partido de la muerte”, tal como lo eternizó el periódico Izvestia en 1943. El título alimenta el mito. La connotación simula una carga dramática que la investigación histórica se esfuerza en corregir: la fantasía vende más que la realidad. La leyenda consolida la teoría de que los ganadores del partido fueron ejecutados por las fuerzas derrotadas la misma noche del 9 de agosto de 1942. Eduardo Galeano escribió en su libro El fútbol a sol y sombra que “durante la ocupación alemana, el Dynamo de Kiev cometió la locura de derrotar al equipo de Hitler en el estadio local. Después de haber recibido la advertencia de que ‘si ganan, mueren’, comenzaron resignados a perder, temblando de miedo y hambre, pero al final no pudieron resistir la tentación de la dignidad. Cuando terminó el partido, los once fueron fusilados con la camiseta puesta al borde de un acantilado”.

Pero no. Parece un desprendimiento tendencioso de la verdad. La verosimilitud de una foto de camaradería que reúne y mezcla a los jugadores de ambos equipos cuestiona la hipótesis del desenlace fatídico. Los jugadores del Start FC se fueron del estadio esperando, con cierta sensatez, represalias a su rebeldía futbolera. A la noche se reunieron con su entrenador y hasta brindaron por la memoria de Alexander Tkachenko, que había sido asesinado un día antes. Estaban vivos y seguirían así, al menos un tiempo. La insolencia de su victoria contrajo consecuencias inmediatas y reprimendas postergadas. Las fuerzas de ocupación decidieron, a priori, evitar nuevos enfrentamientos contra ucranianos con legado soviético.

Después, sopesaron el trauma de la deshonra de haber perdido contra indigentes soviéticos. Los nazis ensayaron un cálculo de daños. La vergüenza deportiva que un equipo de “subhumanos” les asestó a representantes de la raza aria no podía pasar desapercibida. Los jugadores eran héroes. Los hinchas revitalizaron su pulsión identitaria. Las autoridades ahora recibían burlas. La presunción invita a suponer que cualquier instigación inminente hacia los futbolistas ucranianos hubiese inspirado una rebelión. El problema no hubiese sido ejecutarla sino elevar explicaciones a las oficinas de Berlín sobre una revuelta reprimida en Kiev.

Los jugadores volvieron a trabajar en la panadería de Iosef Kordik. Y al domingo siguiente, volvieron a jugar contra el Rukh. Ganaron: ya no siete a dos como en la primera fecha de la temporada estival, sino por ocho a cero. “Georgi Shvetsov, el entrenador del Rukh, no pudo soportar otra derrota humillante ante el Start FC. Al presionar a las autoridades alemanas para que respondieran a la rebelión encarnada por los jugadores, encontró una audiencia receptiva en algunos miembros del gobierno de ocupación. El nacionalismo de Shvetsov estaba en directa oposición al presunto comunismo de los futbolistas del Start”, escribió Kevin Simpson en el libro Fútbol bajo la esvástica. Shvetsov los persuadió: sostuvo que la invencibilidad del Start FC desafiaba el dominio nacionalista y propagaba el orgullo comunista.

Su contribución fue vital. La Gestapo, la siniestra policía secreta del nazismo, tocó la puerta de la panadería número tres de la calle Degtyarevskaya. Con el folleto del partido ante el Flakelf en la mano, convocó uno por uno a los jugadores a las oficinas del director de la fábrica. Incluso llamó a trabajadores que no estaban en el listado, en una colaboración evidente de Shvetsov. Fueron llevados al cuartel general de la Gestapo en la calle Korolenko de Kiev. Los pusieron en celdas individuales. Los interrogaron uno por uno. Todos estaban afiliados al NKVD, la inteligencia soviética, pero era una condición de los clubes más que una declaración de militancia y servicio político. Solo uno había sido un ex comisario, Nickolai Korotkykh. La propia hermana lo había traicionado a cambio de su vida.

En cada celda colgaba una luz intensa y brillante que los privaba del sueño. Tres veces al día durante tres semanas, todos los jugadores del Start FC eran torturados. Pretendían forzar una confesión sobre crímenes, sabotajes o conspiraciones que autorizara su fusilamiento. Korotkykh resistió veinte días: sucumbió en las sesiones de interrogatorio. Fue la primera víctima mortal del “partido de la muerte”, un mes después. Ninguno de los otros jugadores cedió ante el calvario: fueron trasladados al campo de concentración y exterminio de Syrets, a metros del barranco de Babi Yar, en los suburbios del noroeste de Kiev. El comandante del campo era el SS-Sturmbannführer Paul von Radomsky, un sádico.

Su vida fue la misma que los otros detenidos: sin abrigos, descalzos, demacrados, sometidos a rituales de humillación, abocados a jornadas de catorce horas de trabajo, destinados a cortar maderas, cavar zanjas, construir caminos y reparar daños de guerra, víctimas de crueldades y vejámenes, amenazados de muerte inminente, supeditados a dos sorteos semanales de ejecuciones arbitrarias. El fracaso de la “operación Barbarroja”, la defensa de Moscú, el severo error de la invasión a Rusia enseñó las limitaciones de las profecías nazis. La maquinaria de exterminio se aceleró. Y con ella, las revueltas. Radomsky, en represalia a actos de sabotaje en edificios de la administración alemana en Kiev, ordenó que uno de cada tres hombres serían fusilados. Con disparos en la nuca, ejecutaron al delantero Ivan Kuzmenko, el defensor Oleksiy Klimenko y Mykola Trusevych, que murió con su buzo de arquero puesto.

 Los otros sobrevivieron, y con ellos su historia. El periódico Evening Kiev publicó el artículo El último duelo en 1958. Luego, los periodistas Petro Severov y Naum Khalemsky publicaron un libro con el mismo nombre para documentar y perpetuar la hazaña futbolera de ucranianos escuálidos y desvalidos. La veracidad de la gesta sufrió adaptaciones y reversiones. Su estatus de leyenda concedió licencias fantasiosas. Al cine llegaron dos películas soviéticas en la década del sesenta: Tercer tiempo y El partido de la muerte. En 1981, Hollywood presentó su interpretación: la célebre Escape a la victoria, donde John Huston mezcló a los futbolistas Pelé, Bobby Moore y Osvaldo Ardiles con actores de la talla de Sylvester Stallone y Michael Caine. Para entonces, los sobrevivientes habían recibido medallas, honores y homenajes: un monumento descubierto en 1971 en el estadio del Dynamo de Kiev -llamado por entonces Start- honra su memoria.

Tyutchev, que se salvó de milagro de no haber sido rematado, había sido el primer futbolista en escapar del campo de concentración. Regresó a Kiev concluida la guerra: ya era grande para volver al fútbol profesional. Murió en 1959. Goncharenko y Sviridovsky habían logrado huir junto a un grupo de dieciséis prisioneros. El primero reanudó su carrera en la posguerra: jugó en el Chernomorets Odessa y en Spartak Kherson. Fue entrenador de juveniles y el último de los sobrevivientes en despedirse: falleció en 1997. Sviridovsky volvió a entrenar poco después de la guerra: se convirtió en el mentor de la Casa de Oficiales de Kiev y en prócer soviético. Murió en 1973, nueve años después de recibir la medalla “al mérito militar”. Mikhail Putistin se convirtió en técnico del Spartak de Kiev, antes de especializarse en las divisiones inferiores. Nunca recibió la medalla: la historia guarda la duda de si no quisieron dársela o prefirió no recibirla. Murió en Kiev en 1981. Vladimir Balakin, Mikhail Melnik y Vasily Sukharev, los antiguos futbolistas del Lokomotiv, jugaron para el Dynamo concluido el conflicto bélico. Luego, los tres se dedicaron a la formación de jugadores en escuelas y clubes. Recibieron la medalla en 1964. Melnik murió cinco años después. Balakin falleció en 1992. Y de Sukharev se desconoce el año de su deceso.

El olvidado de la historia es Iósif Ivanovich Kordik, el pragmático empresario oriundo de Checoslovaquia que a los alemanes les dijo que era austríaco, que dominaba el idioma germano a la perfección, que recibió la distinción de Volksdeutsche -los alemanes étnicos-, que dirigió una panadería, que encontró rengo, desvencijado y demacrado al viejo arquero de su querido Dynamo, a quien le dio trabajo, comida y asilo, y lo invitó a formar un equipo de fútbol.

Fuente: INFOBAE