En la madrugada del 5 de septiembre de ese año extremistas del grupo Septiembre Negro burlaron la seguridad de la villa olímpica y cometieron el brutal atentado
Por Juan Manuel Godoy
Amanecía en Múnich el 5 de septiembre de 1972 cuando la calma de la Villa Olímpica se rompió para siempre. Ocho secuestradores palestinos, miembros del grupo terrorista Septiembre Negro, escalaron las cercas de dos metros que rodeaban las instalaciones, sin ser detenidos, gracias a una lamentable combinación de confianza en la seguridad y errores de organización. En pocos minutos, los terroristas se infiltraron en los apartamentos donde descansaban los atletas israelíes. Lo que debía ser una celebración del espíritu olímpico se transformó en una de las jornadas más sangrientas de la historia del deporte.
El objetivo de los terroristas era claro: tomaron rehenes a once miembros de la delegación israelí para exigir la liberación de 234 prisioneros palestinos encarcelados en Israel, Alemania y otros países. La respuesta de los gobiernos alemán e israelí fue contundente: no negociarían con terroristas.
Mientras las horas avanzaban, la tensión escalaba y la villa olímpica se convirtió en un escenario de horror que el mundo observaba en vivo a través de las pantallas de televisión. A medida que los intentos de rescate fallaban y las demandas terroristas se volvían más desesperadas, el final se volvía trágico.
El fallido operativo de rescate en la base aérea de Fürstenfeldbruck, que debía ser la salida para los rehenes y los secuestradores, culminó en un baño de sangre. Tras 21 horas de caos, todos los rehenes israelíes fueron asesinados, junto con cinco de los ocho secuestradores y un policía alemán. Lo que comenzó como un ataque bien planeado y ejecutado, terminó con el asesinato a sangre fría de los atletas, y la comunidad internacional sumida en el dolor y la indignación.
La tragedia de la seguridad fallida
El ambiente que reinaba en los Juegos Olímpicos de Múnich había sido cuidadosamente planeado para distanciarse del militarismo que marcó los Juegos de Berlín en 1936, bajo el régimen nazi. Alemania buscaba mostrar una imagen de paz, democracia y apertura al mundo, y para ello se decidió que solo 2.000 agentes de seguridad no armados vigilarían los juegos. Pero esa decisión resultaría fatal. A las 4:42 de la mañana del 5 de septiembre, los ocho terroristas de Septiembre Negro, disfrazados como atletas y armados con fusiles ocultos en bolsas deportivas, entraron en la villa olímpica sin encontrar resistencia.
El primer enfrentamiento ocurrió en el departamento donde dormía Moshe Weinberg, entrenador del equipo de lucha israelí. Weinberg intentó detener a los atacantes, pero fue herido y obligado a guiarlos hacia los otros deportistas. Desesperado, los condujo hasta donde descansaban los luchadores y levantadores de pesas, con la esperanza de que pudieran resistir. Sin embargo, los terroristas capturaron a nueve atletas más, mientras que otro, Gad Zabari, logró escapar para alertar a las autoridades.
El horror escaló cuando los secuestradores asesinaron a Weinberg y al atleta Yossef Romano, quien también había intentado resistir. El cadáver de Romano fue dejado como advertencia a sus compañeros de equipo, mientras los terroristas presentaban sus demandas: la liberación inmediata de los prisioneros palestinos. El gobierno israelí, liderado por la primera ministra Golda Meir, rechazó cualquier negociación, afirmando que ceder ante los terroristas solo pondría en peligro a más israelíes en el extranjero.
Un rescate condenado al fracaso
Mientras las horas avanzaban, los negociadores alemanes intentaron varias estrategias para desactivar la situación. Incluso ofrecieron intercambiarse por los rehenes, pero los secuestradores se mantuvieron firmes en sus exigencias.
A las 17:46, después de haber asesinado a otro rehén y convencidos de que no liberarían a ningún prisionero, los terroristas cambiaron su táctica: exigieron un avión para trasladarse a un país árabe junto con los rehenes. Las autoridades alemanas accedieron a esta demanda y los transportaron a la base aérea de Fürstenfeldbruck, donde planearon un rescate sorpresa.
Lo que debía ser un operativo quirúrgico terminó en un desastre. Los secuestradores, gracias a la cobertura en directo de la televisión, estaban al tanto del plan y se posicionaron mejor que los francotiradores alemanes. Cuando los helicópteros que transportaban a los rehenes y a los secuestradores aterrizaron en la base, un feroz tiroteo se desató.
Dos horas después, sin más munición y con la situación fuera de control, uno de los terroristas lanzó una granada a uno de los helicópteros, matando instantáneamente a todos los rehenes que estaban dentro. Para completar el horror, otro secuestrador acribilló a los deportistas que permanecían en el segundo helicóptero.
La masacre que cambió el mundo
El saldo final de la Masacre de Múnich fue devastador: 11 atletas israelíes asesinados, cinco terroristas muertos y un policía alemán caído. Los tres terroristas sobrevivientes fueron capturados, pero apenas un mes después fueron liberados tras el secuestro de un avión de Lufthansa por parte de otros miembros de Septiembre Negro.
Este acto de terrorismo internacional marcó un antes y un después en la seguridad en eventos globales y en la lucha contra el terrorismo. Los Juegos Olímpicos de 1972 quedaron manchados de sangre, y el mundo aprendió, de la peor manera posible, que ya no existían lugares sagrados o inmunes al fanatismo.
La memoria de los atletas asesinados sigue presente en cada rincón de Israel y del mundo. La Masacre de Múnich fue un recordatorio brutal de que el terrorismo puede golpear en cualquier momento, incluso en los escenarios más pacíficos. Y aunque los Juegos continuaron después de unos días de pausa, ya nada volvió a ser igual.
Fuente: INFOBAE