“Dios, ¿qué te cuesta un infarto?”: el ruego por un hijo que no podía morir y el relato que imagina un final mejor

La historia real era terrible: un muchacho va a sacar plata a un cajero, le pegan un tiro, queda en estado vegetativo, pero no muere. Con eso, y con las decisiones de la familia, me pidieron que hiciera un cuento. Eso es “Lo mataron, no murió”

[“Lo mataron, pero no murió”, se puede descargar gratuitamente de Bajalibros clickeando aquí]

Por Patricia Kolesnicov

Todos supimos de los disparos a P. Cómo no: P. era el hijo de los dueños de una local cultural único en su especie en Buenos Aires. Quién no había estado allí, revolviendo materiales hermosos o participando de algún taller. Por eso cuando lo supimos fue como si le hubieran pegado a alguien de la familia. Salió en los diarios.

Supimos, en esos artículos, que el muchacho tenía 35 años, que un año antes había publicado un libro. Que había ido a buscar unos pesos, no muchos, al cajero, para darle una mano a su padre. Que nunca iba, pero ese día, ay. Que ya le habían robado y ya se iban con la plata, cuando quién sabe qué les pasó por la cabeza a los ladrones y desde arriba de su moto le dispararon en la cabeza. P. cayó, pero no murió. Digamos, técnicamente no murió, aunque nunca volvería a estar presente.

Esa fue la historia que más o menos sabíamos. Había ocurrido en 2007 y muchos años después la revista médica Intramed decidió hacer una publicación sobre Muerte Digna que se armaría con una serie de cuentos. Querían ficción, pero basada en casos reales. Me propusieron escribir sobre P. Para eso, había que entrevistar a su madre. Ella me iba a contar todo.

No sé por qué acepté semejante cosa. Ir a escuchar el mayor desgarro de la vida de una mujer. Los detalles. La lucha más increíble, porque desconectaran a su hijo y lo dejaran morir en paz.

Supe, en ese café amarguísimo, que ella era formaba parte de un grupo religioso del que yo nunca había oído hablar: los valdenses. Un grupo cristiano que en 1215 fue declarado “hereje” por la Iglesia Católica. Que fueron perseguidos por eso y finalmente son parte de la enorme grey protestante. Que predican igualdad, austeridad. Que hay un grupo importante en Uruguay, entre Colonia y las playas del Este. Que el pastor no creía que hubiera que resguardar la vida como fuera, o que en ese cuerpo ya no había vida humana que resguardar. Que eso la impulsó.

Nos reunimos en su casa. Llegué con cuidado, con miedo. Ella sirvió el café, galletitas. Hablamos. De a poco -así somos los periodistas- me animé a preguntar más y más. Lástima -así somos los periodistas II- que no guardé la grabación.

Me contó que P. tenía novia que, al principio, pero después de saber que era irreversible, armaron el cuarto con ella, llevaron libros, cosas que la chica había traído de su casa en Europa. Que en algún momento pensó que el amor de ella podía reanimarlo. Que también eso falló.

Me contó del horror de verlo así, conectado, entubado, lastimándose semana a semana. Y para qué, ¿no? Si no iba a mejorar. Y, en algún momento, de esa idea terrible, trágica, esa idea que lancea el cuerpo: ojalá Dios le mandara un infarto y, ya que iba a morir, que muriera mejor. Lo mejor posible.

Me habló de decisiones del corazón, de decisiones de la mente, de decisiones éticas y de la brecha entre ética y justicia. De sus sospechas, también.

Con ese material, y muchos detalles, muchas anécdotas, mucha voz cargada de lágrimas y de bronca, pero también de convicción, con todo eso yo tenía que escribir… ficción. ¿Qué podría hacer más claro, más fuerte, más hondo que lo que había pasado? O siendo menos ambiciosa: ¿qué podía hacer para transmitir algo de lo que había escuchado?

Voy a confesar: le conté esto a una amiga escritora -una grande, pero no voy a decir su nombre porque eso fue entre nosotras- y me dijo: “esa estadía en el hospital es como un velorio prolongado”. Oh, un camino. ¿Y si hubiera, efectivamente, un Centro de Velorios Prolongados? Esa idea -cómo funcionaría, cuándo serían las visitas, quién tomaría las decisiones- fue organizando el cuento.

La literatura -se sabe- puede servir para hacer justicia. Y eso entendí que tenía que hacer. Ya avanzado el cuento lo entendí, había que cambiar el final. No voy a contar todo porque eso no se hace, pero eso fue lo que hice. El cuento se llamó en su primera versión Arrorró y ahora, como ebook, Lo mataron, no murió.

Ahora forma parte de la colección Leamos cuentos, de la editorial Leamos. Y se puede descargar gratuitamente desde este enlace.