Brevísima obra teatral de 1937. La escribió Roberto Arlt.
La obra se llama La isla desierta* pero no transcurre en ningún paisaje de arenas blancas, placeres soñados y peligros ignorados, no. Ocurre en una oficina en la ciudad de Buenos Aires. Con jefes, empleados, rutinas… un universo mucho más cercano al de Roberto Arlt que palmeras y suaves olas de un mar tibio.
Voy a contar poco porque la obra es tan corta que si cuento más, cuento todo. Pero resulta que hay un jefe siempre exasperado -sí, hay quienes creen que es así cómo se ejerce el liderazgo- que protesta porque los empleados se equivocan demasiado a menudo.
Los empleados no niegan que así sea: se equivocan. Pero la culpa no es de ellos, dicen, sino de esa ventana que tienen en la oficina nueva. Desde ahí se ven los buques. “Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No puedo más”.
Los buques, ay. Ellos, encerrados manejando datos que les importan un pepino y ahí, fanfarroneando, los buques. Que van lejos. Que rompen el horizonte. Los buques, que son una prueba de que hay otra vida, otro aire, en fin: libertad.
“Cuarenta años de oficina. La juventud perdida”, dice, grita, uno de ellos, Manuel. Haciendo balances, ¿te imaginás? Encerrado ahí. Y de repente, los buques, como una afrenta: no puede trabajar, así lo dice. No puede.
“Estábamos mejor abajo”, dice otro. Cuando la oficina estaba en el subsuelo. Sí, tenían que usar luz eléctrica, pero por lo menos no soportaban ese vientito de una vida mejor entrando por la ventana. Porque, como decía el gurú García: “El sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa, cambiando lo amargo por miel y la vil ciudad por rosas, te hace bien tanto como hace mal”. Otro empleado lo dice con todo el filo de la pluma de Roberto Arlt: “Uno estaba allí tan tranquilo como en el fondo de una tumba”. Claro, como en una tumba.
En eso estamos cuando entra Cipriano, el ordenanza que, se destaca en el texto, es mulato. Y por eso trae en la piel ilusiones de lugares lejanos y fantaseados. Cipriano se pone en el centro de la escena: habla de los barcos, del que ha llegado hoy, de la gente que viaja en él. Cuenta que él mismo recorrió los puertos del mundo a bordo de una y otra embarcación. “Conozco el mar de las Indias. El Caribe, el Báltico … hasta el océano Ártico conozco. Las focas, recostadas en los hielos, lo miran a uno como mujeres aburridas, sin moverse”.
Le creen/no le creen. Pero él avanzará, hablará de otras tierras y otras costumbres, de árboles, de brujos. Mostrará los tatuajes que le hicieron “en Madagascar, con una espina de tiburón”. Otra que una ventana.
El relato me hizo acordar a una obra de arte que vi hace mucho tiempo en la Bienal del Fin del Mundo, en Ushuaia. La había hecho un chileno Patrick Hamilton, y era una máscara de soldador -real- a la que el artista le había agregado, en el lugar de la parte transparente para ver, un paisaje de revista de turismo o de propaganda de meditación. En ese momento entendí que hablaba más o menos de lo que dice Arlt. El trabajo como un hierro, como un yugo, y eso que tenemos delante -el paisaje, las vacaciones, cada un sabrá-, para ser libres por lo menos en la imaginación. Quizás el matiz -no es menor- es que en Arlt eso angustia y produce impulso de huida. Y en Hamilton entiendo que es una especie de chupete que te hace seguir produciendo en paz. No sé qué es más amargo.
“Pero entonces, ¿existía el cielo? Pero entonces, ¿existían los buques? ¿Y las nubes existían? ¿Y uno, por qué no viajó? Por miedo. Por cobardía”.
Quizás sea un poco tirar manteca al techo pensar en estas cosas -la monotonía del trabajo- en momentos en que la cosa está tan difícil y el desempleo está entre las principales preocupaciones de los argentinos; los bajos salarios, en primer lugar.
Un poco tirar manteca al techo pensar en las ganas de andar por el mundo cuando recrudecieron guerras que parecían de unos días y siguen cobrándose muertos. Pero ah, el espíritu humano siempre hace de las suyas. “Quiero vivir los pocos años que me quedan de vida en una isla desierta. Tener mi cabaña a la sombra de una palmera. No pensar en horarios”, dirá uno de ellos, ya lanzado a la idea del placer sin censura.
Un día sí y otro también agradezco trabajar de algo que me gusta tanto, que me apasiona, que es lo que haría si no tuviera que trabajar, que es lo que quisiera hacer si me ganara la lotería y no necesitara nunca más un sueldo. Y, sin embargo, no hay cómo ser indiferente a la isla desierta. Una isla desierta que puede ser tan modesta como pasarse la mañana haciendo yoga con la cabeza limpia de “pendientes”. O arrancar para la ruta un martes a las 11 de la mañana con destino impreciso. Que puede ser quedarse a jugar con los nietos, leer hasta que despunte el sol, cada uno sabrá. No hay alma que no suspire ante eso.
La obra termina con una intervención del jefe, que entendió todo. Es dura con los empleados, te imaginás. Pero quién les quita lo volado.
Mis subrayados
1. “Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del JEFE, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón de un décimo piso”.
2. “¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque”.
3. “Cómo no equivocarnos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no hacen nada más que pasar barcos que van a otras tierras. (Pausa.) A otras tierras que no vimos nunca”.
4. “Cuarenta años de Debe y Haber. De Caja y Mayor. De Pérdidas y Ganancias”.
5. “Cuando yo era joven creía que no podría soportar esta vida. Me llamaban las aventuras … los bosques. Me hubiera gustado ser guardabosque. O cuidar un faro”.
6. “Y de pronto, sin decir agua va, nos sacan del sótano y nos meten aquí. En plena luz. ¿Para qué queremos tanta luz? ¿Podés decirme para qué queremos tanta luz?”.
7. “Miren estos dibujos. Son del más puro estilo malasio. ¿Qué les parece esta guarda de monos pelando bananas? (Murmullos de “Oh … ah…”.) Lo menos que merezco es ser capitán de una isla. (Toma un pliego de papel madera y rasgándolo en tiras se lo coloca alrededor de la cintura.) Así van vestidos los salvajes de las islas”.
8. “Siempre bajo los árboles hay hombres y mujeres haciéndose tatuar. Y uno termina por no saber si es un hombre, un tigre, una nube o un dragón”.
9. “Allá no hay jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Cada hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven desnudos entre las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de flores. Y se alimentan de ensaladas de magnolias y sopas de violetas”.
10. “—¿Qué tiene que ver el subsuelo? – No sé. La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de cemento. Pasan los días y no se sabe cuándo es de día, cuándo es de noche. Misterio. (Con desesperación). Pero un día nos traen a este décimo piso. Y el cielo, las nubes, las chimeneas de los transatlánticos se nos entran en los ojos”.
* La isla desierta se puede descargar de manera gratuita desde este enlace.
Fuente: INFOBAE