El 27 de enero se cumplen ochenta años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, y la fecha ha sido designada desde el 2006 como Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Un evento y una conmemoración que de alguna forma debería significar un amargo recuerdo de aquello que nunca se repetiría. No ha sido así, y no es así. Lo impresionante de esto es, precisamente, lo poco que impresiona al mundo entero, incluyendo la parte que se considera más civilizada.
Los judíos no tienen el monopolio del sufrimiento en el mundo y en la historia. Pero no cabe duda de que son protagonistas importantes y permanentes en lo referente a ser víctimas del odio y la discriminación. Tienen el poco edificante honor de ser odiados y discriminados como personas, como minoría, como grupos colectivos y, también, como país en el caso del único estado judío. Es algo tan frecuente que resulta hasta natural y peligrosamente tolerado.
Cuando se cumplen ocho décadas de la liberación de Auschwitz, el mundo aún no capta la gravedad de los fenómenos de odio. Uno de ellos está en pleno desarrollo y auge en nuestros días: el 7 de octubre de 2023 y todas sus consecuencias. Se trata en estos momentos de la liberación de rehenes en manos de quienes controlan Gaza. Un capítulo más de la historia que lleva casi 500 días y ha puesto sobre el tapete mundial situaciones y circunstancias que resultan kafkianas por lo absurdo, pero terribles por lo ciertas que resultan.
El ataque sobre Israel del 7 de octubre de 2023 constituye el peor ocurrido contra los judíos desde la Segunda Guerra Mundial, y vaya que han ocurrido muchos. La masacre de ese día se supo inmediatamente: el dolor de los israelíes y la celebración de los perpetradores. El inicio de una guerra librada en siete frentes. Ante y, por sobre todo, la terrible existencia de rehenes. Un hecho que denuncia permanentemente a un mundo no impasible, más bien un mundo cómplice.
Todos en su sano juicio, y también todos por mantener al menos las apariencias, consideran el secuestro de personas como un crimen. Es, además de lo éticamente aceptable y justo, lo políticamente correcto. También, todos abogan por la vuelta a casa de los rehenes, poniendo fin a eso, a un secuestro. Pero los hechos y las acciones no se conduelen con la práctica.
La negociación con los secuestradores como si estos fueran la contraparte de una transacción legítima, discutiendo y aceptando condiciones, constituye un reconocimiento algo más que tácito del secuestro como una estrategia y herramienta válida para la resolución de conflictos, para forzar a los dolientes de las víctimas que resultan ser muy pocos fuera de Israel y el pueblo judío. Se podría aceptar como atenuante que no hay alternativa si se quiere recuperar a los rehenes pues, a fin de cuentas, no parece haber otro mecanismo a la mano por más que se quiera. Aunque, a decir verdad, si privase otra actitud general, sí habría de existir. Pero hay una serie de hechos y actitudes que reflejan incoherencia entre la condena y lo que sucede. O quizás mucha coherencia si se es malpensado (o realista).
Cuando van ya siete jovencitas liberadas gracias a un acuerdo de liberación leonino, vemos cosas deprimentes. La Cruz Roja Internacional, que se ocupa de los desvalidos de guerra y desgracias de todo el mundo, en el caso de los rehenes de Gaza se ha limitado a la tarea de ofrecer transporte a las víctimas por unos cuantos metros, desde los captores al punto de entrega. Nada ha informado o averiguado respecto a cualquier otro aspecto de los desdichados rehenes. Una cadena internacional de noticias emite imágenes y comentarios desde el sitio de los hechos, y es considerada una fuente periodística de primer nivel a pesar de sus vínculos y afectos con los secuestradores. Los secuestradores, que además someten a su población a la más terrible de las privaciones, hacen unos actos de liberación de rehenes con entrega de diplomas que rayan en la más absurdas de las puestas en escena. Se habla de los términos de la negociación como eso, como negociación, sin mencionar que se trata de una combinación de secuestro y chantaje. No se hace hincapié en la condición que tienen los liberados por la contraparte israelí, ni en la desproporción ni siquiera numérica que existe. Los amigos y quienes apoyan a los gobernantes de Gaza, son tratados como honorables entes de buena fe. En la entrega de los rehenes, los secuestradores exhiben armas y esconden sus rostros en máscaras que desde ya anuncian su estatus legal y moral. Todo lo anterior, y mucho más, cuenta con el silencio y aceptación de muchos.
La sociedad israelí golpeada y aturdida, paga cualquier precio por sus víctimas. Vivas, muertas, heridas, sanas. Es un principio de ley. Todos quieren a los rehenes en casa, la sola mención de la posibilidad que no regresen porque se perciba que Israel no se adhiere a las condiciones, o al cambio de estas, o a las consecuencias futuras de la liberación de prisioneros confesos y convictos, resulta en terror colectivo. Quienes objetan los términos del acuerdo, son considerados unos traidores aun cuando se sabe que quieren los rehenes en casa lo antes posible, como todos lo desean.
Hasta el sábado 25 de enero han regresado solo jovencitas vivas, en condiciones físicas y mentales que están chequeándose, con la alegría de todo Israel. En las próximas entregas, pautadas cada semana, vendrán cadáveres. Es una eventualidad prevista y que causará aumentar más aún el dolor de los familiares, la sociedad y un país que se encuentra en soledad. La tortura sicológica a la que está sometida toda Israel es indescriptible. Basta ver cualquier noticiero, cualquier reportaje. Navegar en las redes sociales.
A 80 años de Auschwitz, con la desaparición física paulatina e ineludible de sus víctimas, es patente que ese espíritu de odio y ensañamiento todavía perdura. Muchas veces se ha dicho que de haber existido en la Segunda Guerra Mundial las facilidades de comunicación de nuestros días, de haberse sabido lo que ocurría en la Alemania nazi y la Europa ocupada, todo hubiera sido muy distinto. Lo que ocurre no parece apoyar tal afirmación, pues acaece a sabiendas de todos.
A ochenta años de Auschwitz el mundo no es mejor de lo que debería, por decirlo de manera elegante. Y los judíos, en Israel o en otras partes, a pesar de algunos amigos circunstanciales y siempre bienvenidos, deben encomendarse, como siempre, a Di-s.
Ochenta años… y los que faltan.
Elías Farache S.
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