Dr. Israel Jamitovsky
Hace un tiempo, un nuevo migrante latinoamericano solicitó, a través de una amiga común, entrevistarse conmigo. Me contó que le costaba insertarse socialmente en la sinagoga a la cual concurría. Había sentido que, por mi parte, siendo nuevo en la zona, me había insertado básicamente en la sinagoga a la cual asistía, e incluso sopesó la opción de incorporarse a la misma.
En principio, me costaba entender y aceptar dichas dificultades. Recuerdo que, cuando residía en Uruguay, conocí más de un caso de tradicionalistas o con un cierto apego a la tradición que concurrían a la sinagoga a pronunciar la oración pertinente (Kadish) durante 11 meses al acaecer el fallecimiento de su padre o madre.
Se sintieron tan cómodos en el espacio de la sinagoga que decidieron continuar asistiendo a los servicios religiosos de los sábados y las festividades judías, e incluso observar el sábado y otros preceptos de la tradición judía. En más de una oportunidad, se trataba de niños y jóvenes, de reales tragedias que se abatieron sobre los deudos, de tal suerte que el espacio y la calidez de la feligresía circundante configuraban para este colectivo un respaldo y apoyo, por cierto, estimables.
Desconozco si se han practicado estudios e investigaciones relativos a la integración de nuevos migrantes en las sinagogas de Israel, de tal suerte que las conclusiones que verteré serán secuela de mi experiencia en Israel durante 52 años.
Ante todo, en ciudades como Jerusalén, Ranana, Petaj Tikvá y Guivat Shmuel, sus sinagogas cuentan con un apreciable número de feligreses de tal suerte que la aclimatación de un nuevo integrante insume más tiempo. Pero existe otro factor no menos importante. Contrariamente a lo que ocurre en la Diáspora, muchas operan únicamente en tanto espacios para la práctica del rito religioso, de tal suerte que, quiérase o no, carecen de la conciencia comunitaria que conlleva el compromiso de facilitar la feliz y armónica incorporación de nuevos integrantes a su seno.
Asoman igualmente otras razones a invocar. La heterogeneidad étnica y cultural que caracteriza a la población israelí deja igualmente su impronta en este espacio. Segmentos de esta población carecen de los modales de cortesía, tan propios de la población latinoamericana, que conllevan consideración, calidez y amabilidad hacia el entorno. Una de las razones que facilitó mi integración fue toparme con tres argentinos muy simpáticos a quienes ya conocía previamente y que me hicieron sentir muy cómodo.
Pero de igual modo, el nuevo feligrés debe aportar lo suyo para facilitar su incorporación social al espacio de la sinagoga a la cual asiste. Personalmente, además de ir a saludar a aquellos feligreses con los que logré entablar relaciones, siempre e invariablemente me acerco a saludar a los minusválidos y a transmitirles, de algún modo, mi empatía con su especial coyuntura, hecho que, por cierto, aprecian. También he coparticipado en la financiación de ágapes (kidushim en hebreo) que se ofrecen periódicamente a la feligresía en la sinagoga a la que concurro, animado por mi vocación de servicio y anhelo de integrarme socialmente.
Comunidad y no solo espacio para el rito religioso
Conforme a mi conocimiento, operan en Israel 150 comunidades francófilas, comunidades anglosajonas en Jerusalén y Ranana, e incluso también en esta última ciudad funciona una comunidad integrada por oriundos de América Latina, así como otra compuesta por judíos provenientes de España.
Puede ser que la causa del surgimiento de estas comunidades fue el problema de lugar, pero indudablemente aportan lo suyo para su mejor integración en este espacio y en su aspiración a funcionar como comunidad. Además de las oraciones de recibo, despliegan actividades como el estudio de las fuentes judías, actividades sociales y para niños, ayuda al prójimo, etc.
Sinagogas e Iglesias en tanto baluartes comprometidos
Es ampliamente conocido el exacerbado individualismo reinante en nuestro tiempo, con sus dolorosas secuelas de soledad, aislacionismo, ebriedad, etc. Expertos señalan que las nuevas variantes de comunicación social, paradójicamente, agudizaron este proceso. A veces no puedo menos que sonreír cuando muchos feligreses en los servicios religiosos nocturnos y semanales, entre uno y otro, en vez de departir entre sí y confraternizar, se sumergen en sus teléfonos celulares.
Un reflejo de este fenómeno asoma en el año 2000 en el volumen Solo Bowling del politólogo americano Robert D. Putman de la Universidad de Harvard, en el que describe el paso del esparcimiento colectivo (familia, amigos) al de un signo claramente individualista y aislacionista, de ahí el título de su volumen.
Pero, transcurrido un decenio, el mismo Robert D. Putman en compañía del politólogo canadiense David E. Campbell en el volumen América Agradecida: Cómo la Religión Divide y Une, señalan que, aun en la sociedad norteamericana, existe un patrimonio social y que este fenómeno aflora en Sinagogas e Iglesias.
En los individuos que asisten a los servicios religiosos se detectó, en relación con otras personas, una mayor disposición a desplegar tareas voluntarias y de signo claramente altruista, ayudar al prójimo a conseguir trabajo o a superar estados depresivos, filantropía a distintos niveles, etc.
Putman acota que lo fundamental es su pertenencia a la comunidad religiosa y no la filiación y creencias de sus miembros. De ahí que en sus investigaciones y estudios, afloró que en la persona laica que asiste a la comunidad acompañando a su cónyuge y/o hijos, afloró una mayor disposición a desplegar tareas voluntarias en relación con el observante que practica el rito religioso en su hogar. La llave reside en su pertenencia al marco comunitario.
Recordemos que la tradición judía respeta y enfatiza la singularidad, cada hombre configura en sí todo un mundo, pero rechaza categóricamente el individualismo.
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