George Gershwin: el genio que hizo bailar a América

“Mi gente son los Estados Unidos. Mi tiempo es ahora”. — George Gershwin

Hablar de George Gershwin es evocar a un hombre que encarnó el espíritu vibrante del Nueva York de comienzos del siglo XX, un compositor que fusionó la tradición europea con el ritmo del jazz y el blues, creando un lenguaje musical único que aún hoy resuena con fuerza.

Nacido como Jacob Gershwin el 26 de septiembre de 1898 en Brooklyn, hijo de inmigrantes judíos rusos que habían huido de los pogromos, Gershwin creció en un hogar impregnado por la cultura judía, la resiliencia de la diáspora y el sueño americano.

Físicamente, George era de estatura media, con cabello oscuro y unos ojos intensos que delataban su energía creativa. Tenía una sonrisa franca, rasgos definidos y un estilo elegante que lo distinguía en los salones neoyorquinos y en las fiestas de Hollywood. Su carácter era el de un hombre exigente y perfeccionista: pedía de sí mismo y de sus intérpretes la máxima calidad, pero también irradiaba carisma y sociabilidad.

Cultivó amistades con figuras como Maurice Ravel, Arnold Schoenberg y Oscar Levant, además de ser bien recibido en las tertulias culturales y en las fiestas de la élite artística. No ostentaba excesos, pero sí disfrutaba de la elegancia y los placeres que el éxito le permitió.

Desde muy joven, Gershwin trabajó en Tin Pan Alley, donde vendía partituras mientras absorbía los sonidos populares de la calle. Esa experiencia marcaría su estilo: una mezcla sofisticada de jazz, blues y música clásica, que cristalizó en obras maestras como Rhapsody in Blue (1924), Concerto in F (1925), An American in Paris (1928) y la ópera Porgy and Bess (1935), considerada la primera gran ópera estadounidense.

Su hermano Ira Gershwin aportaba letras ingeniosas y poéticas a canciones que se volvieron eternas: Summertime, I Got Rhythm o Embraceable You, interpretadas por voces icónicas como Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Frank Sinatra, Judy Garland y más.

El cine también fue escenario para su música. En la película Shall We Dance (1937), Fred Astaire y Ginger Rogers bailaron al ritmo de sus composiciones, llevando su arte al gran público. Años después, su obra An American in Paris inspiró la película

homónima protagonizada por Gene Kelly y Leslie Caron, que en 1951 ganó el Óscar a la Mejor Película y consolidó la vigencia de su legado en la pantalla grande.

Aunque Gershwin no compuso piezas explícitamente dedicadas a Israel o al judaísmo, en su música se perciben ecos de la tradición klezmer y de la cultura de los inmigrantes judíos de Brooklyn. Además, participó en eventos benéficos en favor de instituciones judías, mostrando orgullo por sus raíces.

Su vida sentimental fue intensa, pero nunca del todo estable: mantuvo una relación con la compositora Kay Swift, con quien compartió una profunda complicidad artística, aunque nunca tuvo hijos. Más allá del amor romántico, su verdadera pasión era la música, a la que dedicó cuerpo y alma.

Trágicamente, su vida se vio interrumpida el 11 de julio de 1937, cuando murió a los 38 años, víctima de un glioma cerebral, un tumor agresivo del sistema nervioso. Su partida conmocionó al mundo de la música, pero no apagó la fuerza de su legado.

Hoy, casi un siglo después, sus obras siguen interpretándose en salas de concierto, en Broadway, en el cine y en grabaciones que reafirman su lugar como uno de los grandes genios del siglo XX.

George Gershwin no fue simplemente un compositor: fue un creador de puentes. Entre la música clásica y el jazz, entre Broadway y Hollywood, entre las raíces judías de un hijo de inmigrantes y la identidad cosmopolita de los Estados Unidos. Su música, sofisticada y popular al mismo tiempo, continúa siendo la banda sonora de un país en movimiento, y su nombre permanece como sinónimo de innovación, talento y universalidad.

 

Investigación y redacción Marta Arinoviche