La destrucción del sionismo

Theodor Herzl, David Ben Gurion e incluso el ideólogo del derechista Likud soñaron con un país secular en el que los árabes tuvieran los mismos derechos. El gobierno israelí bajo Netanyahu traiciona esas visiones.

Por Michael Brenner

Desde las paredes miran hacia abajo, impotentes, a quienes hoy detentan el poder en Jerusalén. El fundador del sionismo político, Theodor Herzl; el primer primer ministro de Israel, David Ben-Gurión; y el padre intelectual de la derecha del Likud, Vladimir Zeev Jabotinsky, están omnipresentes en el Israel actual, en retratos que cuelgan en oficinas y dependencias oficiales. Pero nunca, como ahora, sus ideas habían sido tan traicionadas en las estancias del poder. Benjamín Netanyahu y sus socios de coalición, de derecha y religiosos, se han apartado de los principios fundamentales del sionismo y han contribuido de manera decisiva a que la idea sionista —ya cuestionada desde hace tiempo— pierda prestigio incluso entre muchos de sus aliados. “El sionismo es racismo y colonialismo”, se escucha con frecuencia. Pero cuidado: no carguemos sobre los padres la culpa de los actos de sus hijos.
Para entender qué es el sionismo, hay que recordar lo que alguna vez significó para millones de judíos. A fines del siglo XIX, cuando el periodista vienés Theodor Herzl fundó el movimiento sionista, el Imperio ruso era escenario de pogromos; en Francia, el caso Dreyfus desataba manifestaciones antijudías; en el Imperio alemán, partidos antisemitas lograban éxitos electorales; y en Viena, el concejo municipal elegía como alcalde a Karl Lueger, un declarado enemigo de los judíos.
Herzl se convirtió en sionista porque, pese a su prestigio como redactor cultural de la Neue Freie Presse y autor de obras teatrales representadas en los grandes escenarios vieneses, comprendió que nunca sería aceptado como austríaco por la sociedad que lo rodeaba. La raíz de su viraje hacia el sionismo se encuentra en su panfleto político El Estado judío (1896): «En todas partes hemos intentado honestamente integrarnos en la comunidad nacional que nos rodea, conservando solo la fe de nuestros padres. No se nos permite (…) En nuestras patrias, en las que ya vivimos desde hace siglos, se nos señala como extranjeros (…) Si nos dejaran en paz… Pero creo que no nos dejarán en paz».
Al principio, Herzl pensaba que todos los judíos de Viena podrían bautizarse en la catedral de San Esteban y permanecer en la ciudad, hasta que comprendió que el antisemitismo de su época ya no era un antijudaísmo cristiano tradicional. A los racistas les daba igual si los judíos se bautizaban o no: para ellos, siempre serían judíos. Su pesimismo —«no nos dejarán en paz»— no alcanzó a prever la gran catástrofe judía del siglo XX. Pero Herzl, como pocos, intuyó que la vida judía como minoría en la diáspora estaba amenazada. Solo en su propio Estado podrían sentirse seguros. Por esa visión fue ridiculizado y murió en 1904, a los 44 años, sin haber visto su sueño realizado.
Si los judíos no podían vivir en Europa, pensaba Herzl, debían construir en otro lugar un “mejor Europa”. Sabía bien que la patria histórica, que para los judíos era Israel y para la mayoría de la población árabe que allí vivía era Palestina, no estaba deshabitada. En El Estado judío llegó incluso a considerar Argentina, que entonces fomentaba la inmigración europea y disponía de grandes extensiones de tierra prácticamente despobladas. Sin embargo, en los congresos sionistas pronto comprendió que sus seguidores —en su mayoría judíos de Europa oriental— solo concebían el retorno a la patria histórica. Después de todo, los judíos habían rezado durante siglos por el regreso a Jerusalén, no a Buenos Aires. A diferencia de los proyectos coloniales en América o Australia, se veían a sí mismos como retornados, perseguidos y expulsados en Europa como extranjeros, orientales o semitas, pese a siglos de presencia en el continente.
En su “Nueva Sociedad”, Herzl imaginaba internados ingleses, teatros de ópera franceses y, por supuesto, cafés vieneses «con Salzstangerln». Pero dejaba claro que no quería oprimir a la población árabe que vivía allí. Uno de los héroes de su novela utópica Altneuland (1902) es un árabe musulmán, Reschid Bey, que tiene su lugar en esa Nueva Sociedad, al igual que el aristócrata prusiano Kingscourt. Y pone en boca de su protagonista David Littwak una declaración programática: «Por eso os digo que debéis aferraros a aquello que nos hizo grandes: la apertura, la tolerancia, el amor al ser humano. ¡Solo entonces Sion será Sion!».
En realidad, solo hay un personaje que no tiene lugar en la Nueva Sociedad de Herzl: el rabino ortodoxo Geyer. ¿Por qué? Porque no quiere conceder igualdad de derechos a los no judíos. «Es un cura maldito, un hipócrita, un agitador, un embaucador», se indigna otro personaje, en palabras que hoy podrían aplicarse a más de un miembro del actual gobierno israelí. El moribundo primer presidente Eichenstamm, trasunto del propio Herzl, proclama en su lecho de muerte el principio que el fundador del sionismo consideraba esencial para el Estado que soñaba: «¡El extranjero debe sentirse bien entre nosotros!».
La Nueva Sociedad de Herzl, con todas sus imperfecciones y su mirada eurocéntrica, era un intento de hacer posible una convivencia justa entre personas de diferentes orígenes y religiones. Y a propósito de religión: en su proyecto apenas tenía relevancia. Para él, que llevaba una vida secular y no sabía hebreo, eran mucho más importantes el progreso tecnológico y la justicia social. Imaginaba farolas eléctricas «como grandes frutos de vidrio» colgando de las palmeras, un tren suspendido y un “periódico telefónico”. ¿Y cómo debía llamarse ese Estado? Herzl nunca habló de Israel: lo llamaba la “Tierra de las Siete Horas”, porque nadie debería trabajar más de siete horas al día. Tanto le importaba este principio que él mismo dibujó la bandera con siete estrellas, una por cada hora de trabajo.
El 14 de mayo de 1948, David Ben Gurion, líder socialista y sionista, proclamó el Estado de Israel bajo un retrato gigante de Herzl. Leyó la Declaración de Independencia, que establecía: «Garantizará plena igualdad social y política a todos sus ciudadanos, sin distinción de religión, raza o sexo. Garantizará la libertad de religión, conciencia, idioma, educación y cultura; protegerá los lugares sagrados; y será fiel a los principios de la Carta de las Naciones Unidas».
No siempre le resultó fácil a Ben Gurion y a su gobierno mantenerse fieles a esos principios. Desde el comienzo, Israel fue atacado por sus vecinos árabes, y era comprensible que los palestinos no entendieran por qué debían pagar el precio por los crímenes europeos. Ben Gurion cometió errores, entre ellos concesiones significativas del socialista secular hacia los ultraortodoxos: buscaba integrarlos, los eximió del servicio militar, convencido de que seguirían siendo una minoría ínfima, algo que más tarde lamentaría. Además, colocó a la mayoría de los palestinos árabes que permanecieron en Israel bajo administración militar, que no fue levantada hasta 1966.
Aun así, como Herzl, quiso erigir un Estado modelo y recurrió a una versión secularizada de la idea mesiánica: «La visión mesiánica ha iluminado nuestro camino durante miles de años y nos ha convertido en una luz entre las naciones. Más aún, nos ha impuesto el deber de convertirnos en un pueblo modelo y construir un Estado modelo». Un Estado modelo no significaba, para él, un grupo dominando a otro, y mucho menos un Estado dominado por la religión.
Ya retirado, viviendo modestamente en su casa del kibutz Sde Boker, en el desierto del Néguev, dejó claro qué pensaba sobre la ocupación de los territorios conquistados en 1967: había que devolverlos si Israel quería seguir siendo un Estado democrático con mayoría judía. Y el filósofo ortodoxo y políticamente liberal Yeshayahu Leibowitz lo expresó de forma aún más tajante: «Ganamos la Guerra de los Seis Días, pero la perdimos el séptimo día».
Incluso Vladimir Zeev Jabotinsky, el pensador de la derecha sionista y referente del actual Likud de Netanyahu, quien creía que el Estado judío solo podría lograrse «con sangre y sudor» y no con oraciones y negociaciones, defendía un Estado con igualdad de derechos para todos sus ciudadanos. En su último libro, The War and the State, publicado poco después de su muerte en 1940, lo deja claro: tras señalar que la igualdad de derechos ciudadanos es un bien precioso que debe manejarse «con cuidado, moderación y tacto», propone que la minoría árabe tenga no solo los mismos derechos individuales, sino también los mismos derechos colectivos que la mayoría judía. Llega incluso a decir: «En cada gobierno, cuando el primer ministro sea judío, el viceprimer ministro debe ser árabe —y viceversa». Hebreo y árabe debían ser reconocidos como lenguas cooficiales en todos los ámbitos: escuelas, tribunales y Parlamento. Jabotinsky rechazaba cualquier expulsión y consideraba deseable que la población árabe permaneciera en el país, que él concebía a ambos lados del Jordán. Que los árabes palestinos tuvieran todos los derechos de una minoría nacional era, para él, incuestionable: «El mundo aprendió de las fuentes del judaísmo cómo tratar al extranjero dentro de sus puertas».
Es de suponer que Netanyahu sabe lo que dice ese libro, ya que su padre, Benzion Mileikowsky, nacido en Varsovia, fue secretario privado de Jabotinsky antes de convertirse en profesor de historia en Estados Unidos. Pero el gobierno actual, formado por partidos de derecha y religiosos, ha abandonado los principios elementales que en su momento unieron al sionismo en todas sus corrientes: la idea de un Estado esencialmente secular, una justicia independiente y la igualdad de derechos de todos sus ciudadanos. La restricción de las competencias del Poder Judicial y el debilitamiento de la separación de poderes están en la agenda de este gobierno, al igual que el retroceso en los derechos de los ciudadanos árabes de Israel, ya teóricamente iguales, algo que comenzó con la polémica Ley del Estado-Nación de 2018.
Quizás el mayor alejamiento de los principios básicos del sionismo sea el paso gradual de una sociedad secular hacia otra cada vez más marcada por la religión. En el Tel Aviv secular esto puede pasar desapercibido, pero en la mayor parte del país resulta evidente. Esta transformación está respaldada por una dinámica demográfica: mientras que el promedio de hijos por familia secular es de dos, entre los nacional-religiosos es de cuatro, y entre los ultraortodoxos, de siete. Para los socios religiosos de coalición, el Netanyahu completamente secular no es más que un instrumento útil para, algún día, establecer un Estado religioso en toda la tierra bíblica de Israel.
Las cientos de miles de personas que recientemente han vuelto a salir a las calles de Tel Aviv y otras ciudades, exigiendo la liberación de los rehenes secuestrados durante la masacre del 7 de octubre de 2023, el fin de la guerra y un Israel democrático, muestran al mundo que aún vive la idea de un sionismo que apuesta por el equilibrio, la justicia y la coexistencia entre pueblos. Su mensaje es claro: no es el sionismo ni la existencia de un Estado judío lo que debe condenarse, sino la traición de este gobierno al sionismo en nombre del sionismo.

Sueddeutsch Zeitung, 01.09.2025