El silencio prolongado
A medida que pasan los días, el silencio que envuelve a los rehenes se ha vuelto un sonido propio: un eco que resuena en los hogares, en los noticieros, en las plazas y en los rezos.
No hay nombres nuevos, ni señales de vida, ni certezas. Solo la angustia suspendida en el aire, como una respiración contenida.
Cada familia ha aprendido a descifrar los matices de ese silencio: un día parece promesa, otro castigo. Algunos miran la puerta esperando el regreso; otros ya ni miran, porque duele demasiado imaginarla abierta.
Las familias que no se rinden
En Tel Aviv, Jerusalén o Haifa, las velas siguen encendidas. Cada llama lleva un nombre, una historia, un rostro. En los parques y avenidas, las fotos de los secuestrados se han vuelto parte del paisaje urbano, una geografía de la ausencia.
Hay madres que ya no lloran, padres que caminan sin rumbo con una camiseta marcada con la cara de su hijo, voluntarios que reparten cintas amarillas y estudiantes que rezan frente a los muros. La sociedad israelí se aferra a una certeza: la esperanza no es ingenuidad, es una forma de resistencia.
La memoria como resistencia
Cada viernes, frente al Museo de Tel Aviv, el silencio se transforma en canción, en llanto o en oración. Los nombres se leen uno a uno, como si nombrarlos mantuviera sus vidas a salvo del olvido.
El país entero respira entre dos tiempos: el de la espera y el del recuerdo. Nadie sabe cuándo se romperá el silencio, pero todos saben que el eco de estos días quedará grabado en la memoria colectiva.
En Israel, la voz de las familias se ha convertido en un idioma común: el idioma del dolor compartido, de la fe que no cede, de la promesa de no dejar a nadie atrás.

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