Por Ricardo Sánchez Serra*
El 8 de noviembre de 2020 marcó un punto de inflexión en el Cáucaso Sur. Ese día, Azerbaiyán celebró la recuperación de la ciudad de Shushá, símbolo cultural e histórico, en el marco de la Segunda Guerra de Nagorno-Karabaj. La victoria militar, tras 44 días de intensos combates, fue seguida por la firma de un acuerdo de alto el fuego mediado por Rusia, que puso fin a décadas de ocupación armenia en territorios reconocidos internacionalmente como azerbaiyanos.
Desde la perspectiva de Azerbaiyán, el 8 de noviembre es el Día de la Victoria: una fecha que honra el retorno de tierras ancestrales y el sacrificio de miles de soldados. Para Armenia, en cambio, representa una herida abierta, una derrota dolorosa que provocó una crisis política interna y el desplazamiento de comunidades armenias (léase “implantadas”) que habían vivido en Karabaj durante décadas. Desde una mirada neutral, el conflicto dejó un saldo humano devastador, con miles de muertos, desplazados y ciudades arrasadas.
Tuve la oportunidad de visitar la zona de guerra poco después del conflicto, incluyendo la ciudad de Shushá. Lo que vi fue desolador. Las tropas invasoras armenias, durante años de ocupación, no solo no desarrollaron nada, sino que, más bien, intentaron borrar todo vestigio islámico: mezquitas convertidas en establos, tumbas saqueadas, palacios de los kanes destruidos, museos y teatros arrasados. Fue un intento sistemático de aniquilación cultural. El paisaje era el de una ciudad fantasma, herida por el abandono y la violencia.
Hoy, el presidente Ilham Aliyev ha convertido la reconstrucción de Karabaj en una prioridad nacional. Según informes oficiales, Azerbaiyán ha destinado más de 7 mil millones de dólares a proyectos de infraestructura, vivienda, educación, salud y cultura. El objetivo es claro: permitir el retorno de los refugiados azerbaiyanos que fueron expulsados por la ocupación armenia, y restaurar el tejido social y patrimonial de la región.
Sin embargo, los obstáculos persisten. Uno de los más graves es la presencia de minas terrestres. Armenia entregó planos incompletos e inexactos de los campos minados, lo que ha ralentizado el proceso de desminado. Hasta la fecha, solo se ha logrado erradicar aproximadamente el 25% de las minas sembradas en Karabaj. Esta amenaza pone en riesgo la vida de los civiles y retrasa el retorno seguro de las familias desplazadas.
La victoria de Azerbaiyán no solo fue militar, sino también simbólica: el restablecimiento de su soberanía y la recuperación de su identidad cultural. Como dijo el presidente Ilham Aliyev: “Karabaj es territorio de Azerbaiyán, y así lo reconoce el mundo entero.”
Pero la paz duradera exige más que reconstrucción física. Requiere justicia, reconciliación y respeto mutuo. En palabras del gran pensador Mirza Fatali Akhundov: “La libertad del pensamiento es la raíz de la dignidad humana.” Y esa dignidad comienza por restaurar lo que fue destruido, por devolver a cada ciudadano su derecho a vivir, a creer, a construir.
A cinco años del fin de la guerra, Karabaj vive entre la memoria del conflicto y la esperanza de reconstrucción. El futuro dependerá de la voluntad política, del compromiso internacional y de la capacidad de ambas naciones para mirar más allá del dolor. Porque en cada piedra restaurada, en cada escuela reconstruida, en cada tumba dignificada, se escribe una nueva página de dignidad para el Cáucaso.
*Premio Mundial de Periodismo “Visión Honesta 2025”
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