El canto que no se exilia: Judíos Sefaradíes, Flamenco e Israel, una misma memoria

El flamenco nació como un susurro antiguo, como un lamento que atravesó siglos y tierras, llevando consigo las huellas de un pueblo que conoció el destierro sin renunciar jamás a su voz. La historia del pueblo judío sefardí y la historia del flamenco dialogan entre sí como dos corrientes de un mismo río: ambas surgen del cruce de culturas, del dolor hecho canto, del exilio transformado en arte.

Cuando los judíos fueron expulsados de Sefarad en 1492, llevaron consigo una lengua luminosa —el ladino— y un repertorio musical que mezclaba nostalgia, plegaria y memoria. Aquellas melodías sefardíes, con sus giros orientales y su profundidad espiritual, encontraron un eco poderoso en Andalucía, donde convivían, hasta ese momento, cristianos, judíos y musulmanes. En esa mezcla de penas y resistencias nació un terreno fértil para que surgiera, siglos más tarde, el flamenco: un arte profundamente mestizo, modelado por la vida nómada, por la marginación y por la fuerza interior de quienes cantaban para sobrevivir.

Paco de Lucía, genio indiscutido del flamenco, llevó ese legado oculto a una dimensión universal. En su guitarra habita una memoria que parece más antigua que su propio tiempo: resonancias árabes, lamentos judíos, escalas orientales que dialogan con el sentir gitano y andaluz. Paco no interpretaba únicamente música; convocaba un mundo entero. Su obra no se limitó a España: cruzó fronteras y llegó a Israel, donde el flamenco encontró un hogar inesperado.

En Israel, el flamenco se baila, se estudia, se enseña y se vive. Existen compañías, guitarristas, cantaores y bailarinas que han abrazado esta expresión artística como si fuera parte de su propia herencia espiritual. No es casual: muchos israelíes reconocen en el flamenco algo que les pertenece, un eco de su pasado sefardí. La música sefardí y el flamenco comparten un dolor que canta, una alegría que resiste, una fe que no se apaga incluso en los momentos más oscuros.

Hoy, en Tel Aviv, Jerusalén o Haifa, el flamenco vibra con fuerza. Artistas judíos interpretan soleares, bulerías y seguiriyas con la misma pasión que cualquier tablao andaluz.

Se aprende el cante jondo, se estudian las palmas, se recorren los misterios de la guitarra española.

Allí, la memoria sefardí se renueva: lo que fue expulsado de su tierra vuelve a renacer en una nación joven, que reconoce en el arte un puente entre pasado y futuro.

El flamenco e Israel se encuentran en un punto común: la necesidad de recordar. Recordar al pueblo que se exilió, recordar la mezcla de culturas que dio vida a este arte, recordar que nada verdaderamente profundo desaparece. En el eco de una guitarra, en el giro de un mantón, en un quejío que ilumina la noche, late todavía la historia de Sefarad.

Porque hay cantos que no conocen el exilio. Cantos que permanecen intactos a través de los siglos. Cantos que atraviesan el mar y vuelven, transformados para decirnos que la identidad no se pierde: se amplía, se renueva, se canta.

Ese canto —el del pueblo judío sefardí, el del flamenco, el de Israel— sigue vivo. Y mientras exista quien lo escuche, jamás desaparecerá.

 

El canto que nace del exilio no busca un lugar donde quedarse, sino un oído que lo recuerde.

 

Marta Arinoviche