Roswell, la ciudad del desierto estadounidense famosa por el supuesto choque de un platillo volador en 1947, sigue cultivando su mito extraterrestre mientras su comunidad judía prácticamente desaparece. El cierre de su única sinagoga, Congregation B’nai Israel, que se trasladó a Albuquerque hace cinco años, marcó el fin de una presencia que nunca fue numerosa pero sí significativa para quienes resistieron allí durante décadas.
El legado judío de Roswell está estrechamente ligado a Stanton T. Friedman, físico nuclear y uno de los principales impulsores modernos de la teoría del “incidente Roswell”. Su investigación alimentó la fascinación mundial por los OVNIs y contribuyó a que la ciudad se transformara en un centro turístico dedicado a lo extraterrestre, con museos, comercios temáticos y un festival anual que atrae a miles de visitantes. Mientras tanto, figuras como el físico israelo-estadounidense Avi Loeb mantienen viva la discusión a nivel científico.
Pese a los informes oficiales que atribuyen los restos hallados en 1947 a globos de vigilancia del proyecto Mogul, en Roswell la creencia en un encubrimiento gubernamental persiste. Para muchos habitantes, incluidos algunos de los pocos judíos que aún residen allí, “algo” ocurrió y el misterio no desaparecerá hasta que se abran todos los archivos. La ciudad, aislada, calurosa y dependiente del turismo OVNI, ha convertido el enigma en un motor económico indispensable.
Mientras los alienígenas dominan la iconografía local, la vida judía se ha ido apagando. Con la sinagoga convertida en clínica y la antigua Torá transferida a Albuquerque, el rastro comunitario queda ahora en testimonios, recuerdos y unos pocos residentes que aún intentan explicar —entre reptiles del desierto y turistas en busca de extraterrestres— cómo Roswell pasó de ser un pequeño enclave judío a un santuario del misterio cósmico.
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