Es común hoy escuchar a parejas jóvenes, educadas, con una vida afectiva sólida y proyectos ambiciosos, declarar que “Hemos decidido que no vamos a tener hijos”. No es una decisión tomada a la ligera. Detrás de esa frase hay un análisis lúcido, y a veces desgarrador, del mundo que estamos legando. Desde la cómoda butaca de las generaciones precedentes, es fácil tildar esta elección de egoísta o hedonista. Pero, ¿y si en lugar de egoísmo es una forma de responsabilidad radical? ¿Y si lo que estamos presenciando no es una renuncia a la familia, sino un veredicto silencioso sobre el estado de nuestra sociedad?
Pensemos en lo que estas parejas ven al asomarse al futuro. Se enfrentan a una economía de la precariedad, donde la certeza de tener un buen empleo o que dos sueldos profesionales a veces apenas alcanzan para un alquiler y unos ahorros magros convierte la idea de añadir la manutención y educación de un hijo no en un “esfuerzo noble”, sino en una ecuación matemáticamente aterradora.
Sumemos a esto la sombra de un planeta herido. Esta es la primera generación que internaliza profundamente la crisis climática y el riesgo de un mundo con recursos menguantes. A esto se añade un entorno de hipervigilancia sin precedentes: la niñez y la vida misma se desarrollan bajo el ojo permanente del celular y las redes sociales, lejos de la inocencia del «ve y juega en la calle», pero también bajo la lupa de un control más insidioso: la constante invasión a la privacidad de las personas y la capacidad de los gobiernos y corporaciones para rastrear, perfilar y condicionar los actos y consumos individuales, creando una sociedad donde la autonomía se ve amenazada por un registro digital ineludible. Y, por supuesto, está el mundo violento e incierto, donde la sensación constante de que el piso no es firme hace que traer un hijo al mundo pueda sentirse como lanzarlo a un océano embravecido sin la garantía de haberle podido construir un bote suficientemente sólido.
Ante este panorama, la pregunta de fondo que estas parejas se hacen no es “¿queremos hijos?”, sino “¿tenemos derecho a someter a un ser inocente a las crisis que nosotros mismos hemos creado y no podemos resolver?”.
Esta no es una postura derrotista. Al contrario, requiere un coraje inmenso nadar contra la corriente de la expectativa social y el mandato biológico. Es un acto de amor tan profundo que prefiere la ausencia a un sufrimiento potencial. Como sociedad, no debemos apresurarnos a juzgarlas. Debemos, más bien, escucharlas. Porque su decisión es un síntoma, el termómetro que marca la fiebre de nuestro tiempo. Son el canario en la mina de carbón que nos avisa que el aire se está volviendo irrespirable. La solución no es presionarlas para que procreen contra su juicio. La solución es construir un mundo –con políticas económicas justas, con seguridad real, con un compromiso genuino con el planeta y con salvaguardas firmes para la libertad individual– que haga que la paternidad vuelva a ser una promesa de futuro y no un acto de fe temerario.
Y para aquellos valientes que sí deciden emprender la aventura de la paternidad en estos tiempos, es crucial entender que la herencia más valiosa que pueden dejar a sus hijos no será un patrimonio material, sino una caja de herramientas internas a prueba de incertidumbre. En un mundo en constante y acelerada transformación, donde los oficios de hoy desaparecerán mañana y las formas de admisión universitaria en cinco años serán totalmente distintas a las actuales, lo único perdurable será la personalidad, el temple, el carácter, la autoestima sólida, las habilidades sociales y la resiliencia que logren forjar en ellos. Esa es la verdadera educación de calidad que hay que procurar para los hijos. Una que se preocupe menos por los puntajes en pruebas estandarizadas y más por formar seres humanos íntegros, capaces de navegar sobre la ola de la vida sin ahogarse, de adaptarse, de fracasar y levantarse, de socializar y de encontrar su propio camino con confianza y empatía.
Cuando tener un hijo se percibe como la demanda de un optimismo radical, es porque algo fundamental se ha quebrado. Y la reparación, junto con la tarea de educar para la vida, no es solo responsabilidad de los padres y colegios, sino el desafío más grande de nuestra sociedad.
