Hay existencias que no pertenecen al reino de lo común, vidas que arden con la fuerza de un destino colectivo. La de David Ben Gurion fue una llama que no solo iluminó su propio tiempo, sino que trazó el camino para millones. Pequeño de estatura, con una mirada ardiente, un andar decidido y un cabello blanco que parecía chisporrotear con cada idea, poseía una energía tan intensa que, aun en silencio, llenaba una sala entera. Su presencia no describía poder: lo ejercía. Fue el hombre que convirtió un sueño antiguo en un país viviente.
Nacido en 1886 en Plonsk, Polonia, como David Grün, abrazó el sionismo desde su juventud con la pasión innegociable de quien sabe que no existe otra misión posible. En 1906 llegó a una Palestina pobre, difícil, de un paisaje sin promesas aparentes. Pero donde otros veían miseria, él veía la semilla de un renacer. Trabajó la tierra, organizó a los pioneros y comprendió que el retorno del pueblo judío no sería un milagro pasivo, sino una construcción hecha con voluntad, sacrificio y un coraje sin concesiones.
A lo largo de los años ocupó roles cruciales en el movimiento sionista: fue líder del movimiento laborista, secretario general de la Histadrut, jefe de la Agencia Judía y —cuando el sueño se hizo realidad— primer primer ministro y ministro de defensa del recién nacido Estado de Israel. Cada cargo lo asumió como un mandato histórico, convencido de que la identidad de una nación no se hereda: se construye.
El momento culminante llegó el 14 de mayo de 1948. En Tel Aviv, frente a hombres y mujeres que entendían la magnitud de la hora, Ben Gurion leyó la Declaración de Independencia. Su voz, firme y contenida, se transformó en un juramento solemne ante el mundo. A su lado estaban gigantes: Golda Meir, indomable en su coraje político; Moshe Sharett, diplomático sereno y brillante; Yitzhak Ben-Zvi, estudioso y pionero; Aharon Zisling, cuya claridad moral iluminaba los debates; y Chaim Weizmann, el científico estadista que supo guiar a la diplomacia mundial hacia la aceptación del proyecto sionista. Con ellos, con soldados jóvenes como Yitzhak Rabin y con miles de manos anónimas, se construyó el milagro nacional.
Durante la Guerra de Independencia, Ben Gurion dirigió la defensa con una mezcla de rigor, audacia y visión estratégica que asombró incluso a sus adversarios. Entendió que el futuro dependía de decisiones firmes y muchas veces dolorosas. En esos días difíciles mantuvo contacto con figuras clave del mundo: Harry Truman, cuya decisión histórica de reconocer a Israel casi de inmediato fue resultado de una diplomacia paciente; Winston Churchill, símbolo de la resistencia moral; y otros líderes que vieron en Ben Gurion a un estadista de una determinación infrecuente.
Como primer ministro, impulsó la absorción masiva de inmigrantes, la creación de instituciones democráticas, la consolidación del ejército, la programación del desarrollo del Néguev y el fortalecimiento económico. Su visión era más amplia que cualquier coyuntura: entendía que la grandeza de un pueblo debía enseñarse, entrenarse, sembrarse. Su vida era la de un constructor implacable, un arquitecto del espíritu y un obrero de la historia.
En lo personal, era un hombre disciplinado, lector incansable, riguroso en pensamiento y acción. Paula, su esposa, fue el ancla de su vida íntima: directa, inteligente, llena de ironías que equilibraban su solemnidad. Sus hijos crecieron en un hogar sencillo, sostenido por libros, discusiones apasionadas y la conciencia de que su padre era, de algún modo, patrimonio de todo un pueblo.
En sus últimos años eligió retirarse a Sde Boker, en el desierto del Néguev. Desde allí, entre caminatas y lecturas, enviaba un mensaje silencioso y poderoso: el futuro de Israel debía florecer también en los lugares más áridos. Su muerte, el 1 de diciembre de 1973, a los 87 años, a causa de una hemorragia cerebral, conmovió profundamente a la nación. En su despedida, Israel no lloró a un político: lloró a un fundador.
Ben Gurion no fue un hombre perfecto; fue un hombre imprescindible. Su legado palpita en cada institución, en cada niño que aprende hebreo, en cada inmigrante que encuentra un hogar, en cada brigada que defiende al país y en cada ciudadano que entiende que la libertad es un ejercicio diario y responsable.
Su vida nos recuerda que los sueños no se contemplan: se sostienen, se levantan y se conquistan. Y él, con su terquedad luminosa, su valentía y su visión, hizo de un sueño milenario una realidad permanente.
“Lo imposible, a veces, solo tarda un poco más.”
Marta Arinoviche
