Hay fiestas que se celebran y hay fiestas que se sienten. Janucá pertenece a esta última categoría: no se limita a un calendario, sino que pulsa en la memoria de un pueblo y en el corazón de quienes buscan, incluso hoy, una razón para creer que la luz puede más que la noche. Es la fiesta que nos recuerda que, aun cuando todo parece perdido, un pequeño resplandor puede abrir un camino. Es, en esencia, el arte de no rendirse.
La palabra Janucá significa dedicación, inauguración y alude a la reconquista y purificación del Gran Templo de Jerusalén, el Beit Hamikdash, en el siglo II A. C. Allí, entre muros aún impregnados del olor a destrucción, ocurrió el milagro que marcó para siempre el alma judía: un pequeño frasco de aceite puro, sellado por el Sumo Sacerdote, escondido, protegido del ultraje enemigo, sobrevivió entre los escombros. Era apenas una gota destinada a durar una noche. Y, sin embargo, ardió durante ocho días, el tiempo exacto que tardó en prepararse nuevo aceite sagrado.
Ese lugar donde ocurrió el milagro —donde las llamas vencieron a la oscuridad— puede visitarse aún hoy. Está en el corazón de Jerusalén, en el recinto del Monte del Templo, frente al Muro Occidental. Allí, donde la historia respira entre las piedras antiguas, judíos de todo el mundo se reúnen para encender sus luces, recordar a los macabeos y sentir que el eco de aquel aceite sigue ardiendo, invisible pero vivo. No existe allí un monumento físico que diga “aquí ocurrió”, pero toda la zona es un santuario de memoria: cada piedra, cada escalón, cada sombra sabe la historia.
Y es que Janucá no es únicamente el relato de una victoria militar; es una hazaña espiritual, un canto a la identidad que se negó a apagarse. Los seléucidas habían prohibido el estudio de la Torá, la circuncisión, el Shabat, los ritos más íntimos y sagrados. Querían borrar el alma de un pueblo. Y, sin embargo, un pequeño grupo de hombres —los macabeos, liderados por Matatías y sus hijos— se atrevió a enfrentarlos. Con pocos recursos, con la fe como único escudo, recuperaron Jerusalén. Su triunfo fue más que una batalla ganada: fue la defensa de la dignidad humana.
Por eso, durante ocho días, las ventanas del mundo judío se encienden. En cada hogar, la janukiá se transforma en un poema luminoso. Con la primera vela, se recuerda el milagro. Con la segunda, se celebra la perseverancia. Con la tercera, la memoria. Con cada una de las restantes, la vida se expande como un abrazo que abarca siglos.
Las canciones de Janucá —dulces, infantiles, eternas— hablan de milagros, de valor, de alegría sencilla. Los niños giran el dreidel (sevivón), ese pequeño trompo donde cada letra es un compás de historia. Los mayores se emocionan al repetir un gesto ancestral que miles de generaciones han celebrado antes.
Se comen sufganiot que perfuman la casa con azúcar y aceite; latkes dorados que crujen al morderlos; y platos regionales que cada familia guarda como tesoro. Todo rodeado de risas, de juegos, de un calor que ninguna tormenta invernal puede apagar.
En Israel, Janucá es un manto de luces que cubre ciudades y pueblos. Las plazas se llenan de niños cantando, las escuelas preparan obras teatrales sobre los macabeos, y en los hogares se enciende la janukiá mirando hacia afuera: una declaración de orgullo, un mensaje silencioso al mundo. Muchos viajan a Jerusalén para encender sus velas junto al Kotel, donde las sombras del pasado parecen inclinarse ante la suave claridad de las llamas.
En la diáspora, Janucá es un puente emocional entre el presente y la raíz. Quienes viven lejos de Israel encuentran en esta fiesta un modo de regresar, aunque sea por un instante, a la casa ancestral. Es un tiempo para la comunidad, para compartir historias, para que los abuelos transmitan a los nietos la llama que ellos recibieron. Aunque las geografías cambien, el corazón es el mismo: cada vela encendida es una declaración de identidad.
No hay vestimenta especial para la fiesta, porque Janucá no se lleva en la ropa: se lleva en el alma. Es una fiesta alegre, luminosa, vibrante. Se canta, se juega, se baila. Hay rezos breves pero intensos, agradecimientos que surgen de la memoria más antigua. Es la celebración de la perseverancia, del milagro inesperado, de la convicción —tan frágil y tan fuerte— de que la luz siempre sabe encontrar un camino.
Janucá es una de las pocas fiestas que no hablan del dolor, sino de la esperanza. Su mensaje es simple y poderoso: si algo de luz queda, aunque sea mínimo, puede multiplicarse hasta iluminar el mundo. Por eso, cada año, cuando las velas arden en las ventanas, millones de miradas se detienen unos segundos en su resplandor. Es el instante en que el pasado toca al presente y le dice: Sigue. Aún es posible.
Porque, al final, Janucá es el recordatorio de que toda alma humana guarda su propio frasco de aceite: pequeño, escondido, frágil quizás, pero capaz de encender un milagro si se atreve a brillar.
Marta Arinoviche
