La reciente firma del Tratado de Libre Comercio entre Costa Rica e Israel marca un punto de inflexión en la política exterior costarricense y abre una nueva etapa de cooperación económica. El acuerdo, acompañado por la instalación de una oficina comercial con alcance diplomático en Jerusalén, representa un giro significativo tras la decisión de 2007 de trasladar la embajada costarricense fuera de la ciudad.
El tratado llega en medio de un clima de debate interno. Algunos sectores han cuestionado la oportunidad política del acuerdo debido al conflicto en Gaza, mientras que otros critican las asimetrías económicas propias de un país pequeño frente a una potencia tecnológica. Sin embargo, la esencia de todo tratado comercial permanece: su utilidad depende de la capacidad real del país para aprovecharlo. Las ventajas no se materializan sin una estrategia clara, inversión en productividad y alineación entre el sector público y el privado.
Para Costa Rica, la oportunidad es clara. Israel puede aportar tecnología, innovación y conocimiento capaz de elevar la competitividad nacional, especialmente en áreas donde el país ya ha demostrado liderazgo, como la manufactura avanzada y los dispositivos médicos. A cambio, productos agrícolas costarricenses —como la piña, altamente valorada por su calidad— podrían ganar terreno en un mercado con estrictas regulaciones sanitarias y un alto poder adquisitivo.
El TLC deberá aún superar su segundo gran desafío: la ratificación en la Asamblea Legislativa. Todo indica que la próxima conformación parlamentaria podría ser más favorable a su aprobación, aunque las dinámicas políticas siempre agregan un grado de incertidumbre. Lo que está claro es que, de concretarse, el acuerdo pondrá a prueba la capacidad de Costa Rica para integrarse con éxito al comercio global y transformar un documento de buenas intenciones en oportunidades tangibles para su economía.
