Hace una semana en esta misma audición mi anfitrión dijo que siempre era bueno festejar el nacimiento de un niño judío. Lo inimaginable e imprevisible por ese entonces fue la magnitud conceptual, simbólica, y teológica de aquel niño judío devenido deidad para los cristianos.
Han pasado unos 2020 años desde aquel día y, como escribe Paul Johnson en su ‘Historia del Cristianismo’, el mundo no hubiera sido igual sin la construcción paulina de un mesías (Cristo) que vino a expiar los pecados del mundo, murió por nosotros, resucitó, y eventualmente volverá (parusía).
Volviendo a la idea más terrenal de mi anfitrión en Radio Jai, sin aquel niño judío nada hubiera sido como fue.
Hasta 1965 el concepto del deicidio atribuido a los judíos fue un elemento central de la doctrina cristiana. Si bien desde entonces el camino inverso está siendo recorrido y los cambios son reales, nunca está de más ser conscientes que todo comenzó con el nacimiento de un niño judío. Como con Moisés, nunca sabemos lo que un niño trae consigo cuando viene al mundo.
Las diferencias entre Moisés y Jesús son enormes. Jesús es una figura histórica; Moisés, hasta ahora, es una figura mitológica. Jesús encarnó la divinidad; Moisés la vio cara a cara y enseñó su Torá. Jesús trascendió su tiempo y fue piedra angular de una nueva religión; Moisés murió en su tiempo y dejó su Torá en manos de los hombres.
La similitud radica precisamente en el judaísmo de Jesús y, por qué no, en el judaísmo de su apóstol Saulo de Tarso, Pablo. Ambos representan, con unos mil trescientos años de diferencia, los valores éticos que hasta hoy intenta sostener lo que llamamos la civilización occidental.
La constante búsqueda de lo común a ambas religiones es una práctica loable, pero tampoco está mal saber y recalcar las diferencias. No podemos negar la Historia ni el derrotero que tomaron las ideas originales.
Este año ha finalizado Janucá tres días antes de la Navidad. Como para que nadie confunda las luces.
Si bien las luminarias de Janucá están muy lejos de encandilar, son más bien modestas y efímeras, mientras que las luces de Navidad son tanto privadas como públicas y modifican el paisaje, en especial el urbano, ambas tienen un mismo fin: arrojar luz en la oscuridad (todo esto aplica en el hemisferio norte donde todo surgió).
Hasta ahí la coincidencia. Si Navidad es la universalización de valores y aspiraciones a través del nacimiento de este niño judío de nombre Jesús (el redentor), Janucá es precisamente lo opuesto: representa el empecinamiento judío en seguir siendo lo que somos, aunque a veces tengamos que recurrir a milagros como el aceite que duró ocho días.
Esta bueno no estar solos en esta época del año. Tener también nuestras luces, nuestros regalos para los niños, nuestro tiempo de juego y algarabía. Está bueno compartir el espacio público festivo con nuestros vecinos y amigos que celebran este día más allá de toda creencia religiosa. Está bueno ser parte. Hay algo muy sionista en la idea. Lo cual es bueno en esta época de odio resucitado. Sobre todo, está bueno saber quiénes somos. Que las luces no nos encandilen.
¡Feliz Navidad a todos los que se sientan incluidos en la celebración!
