Vivimos en un mundo lleno de ficciones que aceptamos como verdades no porque estén demostradas, sino porque nos resultan cómodas. Nadie fotografió ni grabó a Jesús, Moisés o Mahoma en tiempo real, y aun así organizamos sistemas morales, políticos y culturales enteros sobre sus imágenes y relatos transmitidos durante siglos. No es un problema religioso; es humano. Preferimos historias que ordenan el mundo antes que preguntas que lo desestabilizan.
Ese mecanismo no ha desaparecido. Al contrario, se ha acelerado. Hoy discutimos sobre vacunación, cambio climático, derechos territoriales en disputas internacionales, economía de mercado o educación y sus estándares como si estuviéramos defendiendo hechos puros, cuando en realidad defendemos narrativas. Cada bando selecciona datos, expertos y episodios históricos que encajan con la historia que ya decidió creer. Y cuanto más convincente es el relato, menos sentimos la necesidad de verificarlo.
La pregunta clave ya no es “¿cuál es la verdad?”, sino qué tipo de verdad estamos dispuestos a aceptar sin resistencia. Confundimos hechos con interpretaciones, probabilidades con certezas y símbolos con evidencia. Cuando todo se mezcla, el debate deja de ser un intercambio racional y se convierte en una lucha por imponer relatos.
A esto se suma un actor decisivo: la inteligencia artificial. Hoy, la mayor fábrica de relatos no es la religión, la política ni los medios tradicionales, sino la I.A. Produce textos, imágenes, argumentos y emociones con una eficacia inédita. Y seamos honestos: para muchos de sus mentores y financiadores, la pregunta no es qué relato es más verdadero, sino qué relato genera más dinero, más clics, más adhesión, más dependencia. La I.A. no busca la verdad; optimiza impacto. Aprende qué nos indigna, qué nos tranquiliza, qué nos convence y qué nos hace volver, y nos lo devuelve mejor escrito de lo que podríamos hacerlo nosotros.
El problema no es la tecnología. El problema somos nosotros, que aceptamos sin resistencia los relatos que nos confirman y rechazamos los que nos incomodan. Llamamos “pensamiento crítico” a elegir entre narrativas ya masticadas y “libertad de opinión” a no revisar nuestras propias creencias.
Aquí la educación queda directamente interpelada. Una buena educación ya no puede prometer certezas, ni transmitir verdades cerradas para ser memorizadas y repetidas. Su tarea no es tranquilizar conciencias, sino formar personas capaces de distinguir hechos de relatos, evidencia de opinión y conocimiento de propaganda.
Educar bien hoy no es lograr que los estudiantes tengan respuestas rápidas, sino que aprendan a hacer preguntas incómodas. No es enseñarles qué pensar sobre vacunas, guerras, tecnología o política, sino cómo evaluar quién habla, desde dónde, con qué intereses y con qué límites. Eso exige tiempo, fricción intelectual y la aceptación de que no todo conflicto debe resolverse con una respuesta correcta.
Sin embargo, muchos colegios han optado por el camino inverso convencional: currículos sin fricción, evaluaciones que premian la repetición de relatos y discursos correctos que evitan el desacuerdo. Se enseña a opinar, pero no a dudar; a responder, pero no a desarmar argumentos; a consumir relatos, no a resistirlos.
En un mundo donde la inteligencia artificial puede fabricar argumentos, imágenes y emociones a la carta, la educación no compite con la I.A. en velocidad ni en volumen, sino en algo que ella no tiene: criterio, juicio ético, sentido de responsabilidad y conciencia de la propia ignorancia.
Una buena educación no busca producir creyentes de nuevas verdades, sino ciudadanos intelectualmente sobrios, capaces de convivir con la incertidumbre sin entregarse al fanatismo ni a la seducción del relato que mejor confirma lo que ya creen.
Tal vez esa sea hoy su misión más urgente: enseñar a pensar antes de adherir, y a desconfiar incluso —y sobre todo— de las verdades que vienen envueltas en un discurso perfectamente diseñado para gustarnos. Quizá sean esos factores los que puedan guiar a los padres que buscan la mejor educación para sus hijos.
