¿Prefieren que sus hijos sean parte de una conversación guiada, humana y contextualizada por parte de sus docentes, con padres que están al tanto, o delegar esa conversación crucial de sus hijos en una inteligencia artificial que conversa, intima, aconseja, pero no comprende, no rinde cuentas a nadie, no contextualiza sus respuestas a parámetros éticos, morales o religiosos?
Los datos son claros y contundentes. Según estudios recientes, entre un 40% y un 43% de los adolescentes que usan chatbots de IA lo hacen para buscar consejo sobre relaciones personales, noviazgo, conflictos afectivos y, de forma explícita o implícita, sobre sexualidad. En Estados Unidos, aproximadamente 1 de cada 8 jóvenes (13,1%) ya ha usado estas herramientas para lidiar con emociones intensas como tristeza, enfado o nerviosismo, y más del 70% de los adolescentes ha interactuado con chatbots de compañía diseñados para ofrecer interacción social y apoyo emocional.
Frente a esta realidad, surge una pregunta inevitable: ¿Qué sucede con aquellos padres que, por convicción personal, religiosa o cultural, piden a los colegios que no aborden la educación sexual en las aulas?
Si la escuela no trata estos temas, muchas familias asumen que serán ellas quienes, en el ámbito privado y con sus propios valores, guíen a sus hijos. Sin embargo, los estudios cualitativos muestran que los adolescentes suelen percibir a los padres como figuras menos accesibles para hablar de ciertos temas íntimos, ya sea por vergüenza, temor al juicio o simplemente por diferencias generacionales en el lenguaje.
Este vacío de comunicación e información no permanece vacío. Es ocupado de inmediato por algoritmos. El mismo adolescente al que se le restringe el acceso a información formal y guiada en la escuela, recurre de manera natural, privada y sin supervisión a herramientas como ChatGPT, Gemini o chatbots de compañía especializados. Allí, formula sus preguntas más íntimas y recibe respuestas de una IA entrenada con datos masivos de internet, que pueden ser frías, imprecisas, carentes de contexto afectivo real o, en el peor de los casos, sesgadas o dañinas.
Se da entonces una paradoja profunda: el intento de proteger a los jóvenes de una educación sexual formal y regulada los expone, sin mediación alguna, a un universo digital sin filtros éticos claros, donde la «educación» la provee un sistema que no tiene responsabilidad afectiva, ni conoce el contexto único del joven, ni está obligado a actuar en su interés superior.
Los datos no mienten: los adolescentes ya están consultando sobre sexualidad. La cuestión ya no es si recibirán información, sino dónde, de quién y con qué calidad. La postura de excluir el tema de la escuela no elimina la curiosidad ni la necesidad; solo traslada la fuente de autoridad de un educador formado (o al menos, de un currículum revisado) con padres que están al tanto, a una caja negra algorítmica cuyo principal objetivo no es el bienestar emocional del usuario, sino la generación de respuestas plausibles y el negocio de mantener enganchado al adolescente.
Queda, por tanto, un desafío urgente para las familias y las instituciones educativas: ¿Prefieren ser parte de una conversación guiada, humana y contextualizada, acompañada de educadores y padres, o delegar esa conversación crucial en una inteligencia artificial que conversa, pero no comprende?
La evidencia sugiere que, mientras el debate adulto se estanca en el «sí o no», los adolescentes ya tomaron su decisión: están preguntando. La incógnita es si encontraremos la forma de estar presentes en sus respuestas.
