27 de Enero – Jornada internacional de Conmemoración de las víctimas de la Shoa

El llanto de los otros.
                                                

Gabriela Fernández Rosman

Creyendo que llegaba estaba regresando.
Tantísimas veces había imaginado esa foto, la primera ni bien pasar el control de pasaporte, la de arribo, la anhelada en ese primer viaje soñado y postergado alguna vez; una foto de triunfo, de logro, de meta alcanzada, una foto feliz, radiante.
Pero no, ni bien pisé el gran hall de arribos, derramé lágrimas que no eran mías y que no pude contener. Se me impusieron como una tristeza atávica, una herida esencial, una cicatriz sin curar.
¿Quiénes lloraban a través mío? ¿Quiénes que nunca conocí?
Pero como saber quiénes llegaban conmigo al aeropuerto Ben Gurión.  ¿Cuántos? ¿Desde dónde me seguían?
Pensé en mis familiares de Polonia, arrancados de sus casas y llevados a los campos o, más lejos en el tiempo… quizás alguien de los míos, acusado de envenenar un pozo o de provocar la peste, alguno que se bautizó por obligación durante la inquisición española o que escapó con lo puesto,  subrepticio y confuso por los pasillos estrechos de la judería andaluza.
Sin ir tan lejos, mis  abuelos jamás habían pisado el Estado judío,  acaso era yo quién miraría por ellos o serían todos ellos a través de mis ojos.
Cómo sobrellevar tantas ausencias presentes, cómo saldar la deuda prioritaria de recuperarles el derecho de ser; quién era yo para guiarlos desde su errancia  hasta la tierra prometida.
¿Por qué se me acercaban tanto que, sin poder verlos, percibía sus presencias? ¿Acaso no comprendían que ni siquiera pude conocerlos?
¿Por qué se me imponían de ese modo, por qué sentía ese dolor tan profundo  si no era el mío?
¿Acaso me exigirían que los sacara del gueto y les devolviera su dignidad de ciudadanos?
¿Desde cuál de los genocidios intentaban que los escuche?
Sólo acababa de llegar a Israel y quería ir a la playa en Tel Aviv, caminar el atardecer hasta Yafo,
Miré la bandera de Israel enarbolada, orgullosamente ondeando, la que les pertenecía por derecho de sangre. Pensé cuánto la habrían anhelado, cuán distintas hubieran sido sus vidas.
Permití que mis ojos derramaran todas sus lágrimas y supe que caminarían conmigo porque ya lo venían haciendo.
Sentí que raíces de otras latitudes quebraban mis genéticos silencios.

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