El próximo martes 2 de marzo los ciudadanos de Israel acudirán, por tercera vez en un año, a elecciones generales para elegir la composición de su cámara legislativa –la Knéset– y, por extensión, el Gobierno de la nación. Quién le iba a decir al primer ministro, Benjamín Netanyahu, al frente del Likud, aquel 9 de abril de 2019, que, pese a ganar las elecciones, no conseguiría la mayoría necesaria (61 diputados de 120) para formar Gobierno y que, tras unas nuevas elecciones celebradas el 17 de septiembre, su rival, el general Benny Gantz, de Kajol Laván (Azul y Blanco), ganador en esa ocasión por un estrecho margen, fracasaría también a la hora de conseguir los apoyos suficientes para conformar un Gobierno de coalición lo suficientemente estable como para dar el sorpasso a este dinosaurio político que lleva más de una década consecutiva confundiendo su persona con el destino del Estado mismo, y que genera tanta animadversión como adhesión incondicional.
El bloqueo institucional no es una constante, pero tampoco es nuevo en la historia de Israel. Un país heterogéneo en su composición social y política y un Estado que goza de una envidiable salud democrática desde sus orígenes, a pesar del entorno geopolítico agresivo en el que se encuentra y la profunda crisis política a la que se enfrenta. A nivel interno, la cita electoral se produce a la sombra de los casos de corrupción y del proceso penal abierto contra el primer ministro –soborno, fraude y quiebra de confianza–, lo que ha provocado que incluso su propio partido se plantee la oportunidad de su liderazgo, teniendo en cuenta que el 17 de marzo, justo un día después de la apertura y composición de la 23ª Knéset, tendrá lugar la primera audiencia del juicio contra Bibi en el Tribunal de Distrito de Jerusalén. Este aspecto no es baladí: es la primera vez que un primer ministro en ejercicio se sienta en el banquillo de los acusados por cargos tan graves, independientemente de cuál sea el resultado del veredicto, una vez expuestas todas las pruebas. La juez que llevará el caso, Rebecca Friedman-Feldman, la misma que en 2015 condenó al ex primer ministro Ehud Olmert por delitos de aceptación fraudulenta y abuso de confianza en el caso Talansky y lo sentenció a prisión, no parece que tenga muchos reparos a la hora de plantearse esta circunstancia tan excepcional.
Cuando quedan apenas diez días para la cita electoral, las encuestas siguen mostrando que el empate se mantiene. Se aprecia no sólo apatía entre el electorado, también una pérdida de confianza en la integridad de los líderes y representantes y en su capacidad para gestionar los asuntos públicos, como así lo señalan los Informes de Confianza Pública que asiduamente difunde el Instituto de la Democracia israelí. En un mundo globalizado, el patrón de inconformidad propio de otras latitudes también afecta a la sociedad israelí, que además vota en función de criterios heterogéneos y no excluyentes, con los que trata de conjugar aspectos como tradición y modernidad, religión y laicidad, identidad (árabe o judía, sefardí o askenazí), seguridad, fronteras o Estado palestino (si o no y sus múltiples combinaciones).
Lo que está en juego no son dos modelos de gobierno, ni tampoco las cuestiones relativas al proceso de paz y los conflictos regionales, en las que, en términos generales, hay acuerdo, sino la supervivencia política de un personaje – Netanyahu– que se perfila para muchos como el escollo principal para que los dos grandes partidos en liza –Likud y Kajol Laván– lleguen a un acuerdo de coalición. El vínculo entre la política interna y la cuestión palestina es muy estrecho. Netanyahu lo sabe y el acuerdo alcanzado con el presidente Trump para impulsar el avance hacia la paz con los palestinos es su principal baza frente a sus críticos. Si bien es cierto que las cuestiones económicas tienen un gran impacto en la sociedad, no son materias lo suficientemente tratadas en las campañas electorales. Aparte del impacto directo en la vida cotidiana de los ciudadanos, en el caso de Israel, además, repercute en la seguridad, porque una economía en auge y saneada proporciona recursos también para la seguridad. Desde el punto de vista económico, el legado de Netanyahu como primer ministro –y como ministro de Finanzas de Ariel Sharón– se resume en la aplicación de políticas neoliberales que se han traducido en la disminución continua de la deuda, el déficit, el desempleo, en el control del gasto y en el aumento del crecimiento y la productividad. Un enfoque que, según sus detractores, ha sacrificado la inversión en educación, salud, transportes, infraestructuras, pensiones, bienestar social y vivienda.
Más allá de la necesidad de revisar el sistema electoral para hacerlo más eficiente, el marco social y colectivo israelí está una encrucijada en la que los valores tradicionales de solidaridad están cediendo ante un modelo cada vez más individualista, al tiempo que se percibe a la izquierda como inoperante y enajenada, conceptualmente alejada de la realidad. Los desafíos para la sociedad israelí son múltiples, en un entorno en el que las zonas de conflicto se extienden, mientras la economía global ofrece nuevas oportunidades en escenarios todavía poco explorados. Tradicionalmente no ha habido conflicto entre el Estado judío –y profundamente respetuoso con sus minorías– y el Estado liberal y democrático, porque los valores judíos son valores morales que se alinean perfectamente con los valores liberales. Los pilares de una sociedad justa son el respeto y la honestidad. Por eso es tan importante recuperar la necesidad de conjugar la liberalización de la economía con los principios sociales y de derecho que forjaron el Estado de Israel, y recuperar la ilusión en un liderazgo fuerte, integrador y limpio que saque del colapso a una sociedad que podría verse abocada a unas cuartas elecciones.