Nosotras las judías

Es un sudor frio, el hormigueo de tu brazos, de tus piernas, un temblor, la aceleración de tu pulso, de tu respiración, la contracción de tu musculatura, una tensión que se concentra en tu mandíbula hasta hacerte chirriar los dientes. Es el miedo el que te quiebra y junto a él la rabia de saber que te has dejado apoderar por su aterradora presencia. Está a menos de un metro, me voy, ella  se queda.

Era a mediados de agosto y hacía poco más de una semana que la ciudad de Barcelona había sido sacudida por los atentados de las Ramblas. Ella desafiante, en medio de una manifestación antifascista se enfrentaba a un nazi. A ella el miedo no le había impedido plantarle cara con gran intrepidez.

Nunca olvidaré el día que vi aquella imagen por la redes. En la entrevista que le hacía Youssef Ouled comentando la fotografía, argumentaba que no iba a hablar de los atentados para luego contrastarlo con la creciente islamofobia. Utilizar la misma narrativa con la que se espera que personas musulmanas respondan por nuestro racismo estructural, era algo con lo que ella no estaba dispuesta a contribuir. Me maravilló su Justpah, su irreverencia, su discurso elaborado y retador. Cabe decir que mi admiración no nacía de la exotización de la idea de ver como una mujer musulmana rompía esquemas occidentales encarando a un nazi, sino de una profunda identificación; saber que se siente y no quebrarse.

Salvando las distancias que puedan existir entre una mujer musulmana de origen marroquí y una mujer judía de origen sefardí, su manera de enfrentarse a lo que representa una de las mayores barbaries sufridas por mi pueblo, la Shoá, fue modélica. Este fue el estímulo que me llevó a pensar en nosotras, las judías, en la necesidad de alzarnos, de rebelarnos, de romper el silencio.

En esta ciudad somos pocas, pero estamos y cuando estamos somos invisibles. Es la lógica fulminante de una sociedad regida por un patriarcado neoliberal que hace alarde de ser «diversa y plural». Una sociedad dónde el resurgimiento de la presencia latente de la extrema-derecha ha hecho que el fascismo viva entre nosotras con total impunidad. Hoy más que nunca convivimos con nuestros miedos, con nuestros pasados, una historia que nos recuerda constantemente que somos hijas de aquellas supervivientes; hijas de la Shoá, hijas de los progromos, de las expulsiones, de las vejaciones, de los intercambios de poblaciones, de la constante migración.

Nos permitimos estar, pero evitamos mostrarnos y ser identificadas en público. Es por nuestra seguridad, nos decimos, aunque pocas muestras culturales nos quedan ya a las judías con las que se nos pueda leer como tales. El desconocimiento de la sociedad que nos rodea, la secularización, la “modernidad” y el “progreso” nos ha enseñado, que si bien los tichel y losturbantes de nuestras abuelas ya no hacen falta y podemos llevar kipá dentro de algunas de nuestras comunidades, afuera es mejor no salirse de la normatividad goy, no judía.

Hemos aprendido a lucir nuestros smalim, símbolos, con modestia y suspicacia. Una chai, una hamsa o hamesh, un shemá y por supuesto un maguen David que muchas veces encontramos colgando de nuestros cuellos, o bien con una cadena larga por si surgiera la necesidad de esconderlo debajo de la camisa, o tan pequeña  que reluzca lo justo y necesario. De lo contrario nos exponemos a miradas penetrantes y preguntas incomodas que debemos responder con pedagogía, porque al igual que otras minorías, somos nosotras quienes debemos subsanar la ignorancia de la cultura dominante.

Aquellas que sin nombre o apellido demasiado “traicionero”, las que revelamos nuestro nombre hebreo solo si nos sentimos en zonas seguras, somos las que en la esfera pública decidimos cuando “salir del armario”, a veces sencillo a veces imposible. El meticuloso y disimulado análisis del que tienes enfrente. El qué pensará, el qué dirá, el “eres la primera judía que conozco”, el “para serlo no tienes mucha cara de judía”, o el magnífico «oh, ¿has trabajado en una comunidad judía? debes estar forrada», y el grandioso, «¿qué piensas de Israel y el conflicto? Seguro que estas con Trump». Son frases que nos recuerdan la comodidad del silencio y el dolor que supone el contemplar la opción de invisibilizarse a una misma.

¿Pero que se oculta bajo esta retórica de auto-censura?, como bien dice Judith Plaskow, la autocensura es un signo de la internalización de la opresión en la que vivimos, es el proceso en el cual a lo largo de la historia hemos ido adoptando los estándares de la cultura dominante en detrimento de la minoritaria, en nuestro caso de la cultura la judía. No somos parte de lo que conocemos como “minorías visibles” y por lo tanto nuestra “invisibilidad”, considerada como una supuesta garantía de igualdad y prevención de la segregación ha adquirido altos grados de normalización.

Crecer sin referentes, sin representación en la vida pública ni en la cultura popular local significa tener que reconocerte en otras, buscarte y perderte continuamente o ser totalmente asimilada. Esto implica, o bien aprender a respetar el muro social impuesto en dónde tu judeidad se expresa solo en el ámbito doméstico, comunitario o entre nuestros círculos judíos, o bien que la imposibilidad de conciliar ambas vidas suponga la interiorización de la cultura predominante perdiendo poco a poco tu cultura, tu historia, y que en definitiva, aquellas que vengan después ya no sepan quienes fuimos nosotras, cuando de por sí, poco sabemos de las que nos antecedieron.

Como judías hemos aprendido la importancia de mantener viva la memoria histórica con el fin de que nuestra cultura sobreviva. Sin embargo, incidimos poco en que la complejidad de las opresiones con las que históricamente hemos convivido no nos afecten ni toman las mismas formas en nosotras, ni entre nosotras. Luchar, no solo para que la experiencia masculina de la judeidad deje de promoverse como discurso universal y hegemónico, como historia única, si no para que además comencemos a crear juntas aquellas herramientas que nos permitan resignificarnos dentro y fuera de la comunidad, es algo de lo que musulmanas, gitanas y negras  tienen mucho que contarnos.

Hace décadas que desde las diásporas judías se habla de antisemitismo de género, el planteamiento de un Tikkun Olam y la visión judía de una justicia social antipatriarcal y antirracista, capaz de crear nuevos maneras de relacionarnos, nuevas estructuras comunales y prácticas capaces transformar y reconstruir nuestras tradiciones de una manera crítica y emancipadora.

Marla Brettschneider habla sobre la urgente necesidad de pensarnos haciendo consciente las categorías de género en nuestros espacios y vidas. Deconstruir una heteronormatividad patriarcal para crear saberes, historias  y avivar comunidades judías más allá de la experiencia del europeo/blanco/ashkenazi. Reclamar nuestro lugar al contar, al contarnos y cantarnos las verdades, porque aunque sumidas en  pasados diversos y confusos, en pasados dolorosos, historias, tradiciones y lenguas perdidas, el dar sentido a nuestras opresiones crea un marco de reconocimiento colectivo que nos permite afrontarlas y recuperar.

En definitiva contar nuestras historias, nuestras verdades, es decirle a esta sociedad que: venidas de oriente, venidas de África, venidas del norte y del este, venidas de estas tierras de las que nos expulsaron, de aquel Sefarad, de aquella Mallorca, de la misma aljamia de Barcelona y de los calls de Catalunya en dónde hoy se cuenta nuestra historia como si fuéramos una simple reliquia del pasado, hemos vuelto. Y estamos aquí para contar nuestras historias diaspóricas, de opresión y transgresión, porque zajor, recordar, y shamar, guardar, nos devuelve el kavod, la dignidad de resistir como judías

Por Camila Piastro

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