RECUERDOS DE COLONOS: ISAAC KAPLAN

En el «Día de la Bandera», un episodio de los recuerdos de Isaac Kaplán.
«Llegué al país en el año 1895, a la edad de diecisiete años, junto con mis padres y cinco hermanos, en vísperas del 25 de Mayo. Lo consideramos buen augurio.
En aquellos años inmigraron -como nosotros- centenares de familias europeas israelitas que se ubicaron en tierras de Entre Ríos para labrarlas, en chacras de cincuenta hectáreas, cedidas por la Jewish Colonizatión Association.
A los pocos días de llegar a Buenos Aires nos trasladaron a la Colonia Clara, sita en Domínguez, en el departamento entrerriano de Villaguay. De la estación nos llevaron en carros -eramos cinco familias- a la colonia. La noche era oscura, no había caminos ni alambrados. Un hombre a caballo iba adelante, sirviendo de guía. A las once de la noche descendimos frente a las casitas que nos habían destinado. Estaban sin luz, sin muebles.
A la madrugada nos despertamos, excitados, curiosos, y salimos a ver. Nos recibió un sol brillante, un aire fresco y agradable. Entre los pastos altos pasaban corriendo los avestruces. Mirando en rededor no había más que estepas vírgenes. El corazón parecía ensancharse con tanta extensión y los ojos no conseguían saciarse de la magnificencia que la naturaleza brindaba. 
Era el día de Pentecostés. Lo tomamos como otro buen augurio.
Las cinco familias se reunieron y, de acuerdo con el ritual judío, se leyó el capítulo de los Diez Mandamientos.Fue un acto solemne, poético y significativo.Nos sentimos embargados de fe y de esperanza.Y así, en el recogimiento de una ceremonia de cultura y tradición milenaria, en la reiteración de los mandamientos eternos, celebramos e inauguramos nuestra llegada a las tierras de este país grande, libre y generoso.
Con toda nuestra alegría de encontrarnos ya instalados en la nueva tierra, estábamos muy preocupados. No teníamos noción alguna de los trabajos del campo. Allá en Rusia, mi padre era comerciante. Nosotros, los hijos, estudiábamos. Vivíamos en ciudad, jamás habíamos visto un arado.
Pero Dios es grande.
Al tercer día se acercó un carro a la casita. El hombre que manejaba nos preguntó si había muchachos que quisieran ir a trabajar. Le dijimos la verdad: voluntad de trabajar no nos faltaba, habíamos venido a eso, pero nada sabíamos de tareas agrícolas.
El hombre rió: «No importa, ya van a aprender. Les voy a pagar quince pesos por mes y la comida». Al escuchar que nos iba a enseñar y a pagar encima, no perdimos tiempo, subimos al carro -un primo mío y yo- y nos marchamos.Este hombre resultó ser Moisés Dickman, padre de los hermanos Enrique y Adolfo, después diputados de la Nación».Llegamos a la chacra de noche.
A la madrugada nos despertaron y nos llevaron al corral, donde estaban encerrados ocho bueyes.Lo primero que nos enseñaron fueron los nombres de cada buey. Quedamos extrañados y maravillados de que en la Argentina los bueyes fueran tan inteligentes que entendían cuando se los llamaba por su nombre. Mis bueyes se apodaban Ojeo, Bayo, Tigre y Barroso. Después me enseñaron el arte de enyugarlos y, una vez todos enyugados, nos encaminamos hacia el campo, con dos arados.
Se trabajaba en esa época con arados de mancera. En cada arado iban cuatro bueyes. Un hombre tenía la mancera con las dos manos, mientras otro dirigía los bueyes. El que conducía los bueyes llevaba en una mano la orejera -una piola atada a la oreja del buey delantero- y en la otra un látigo o picana para hacer marchar a los cuatro animales. Una cadena enganchaba yugo y arado.
Cuando el arado estuvo listo, Adolfo -que tenía entonces alrededor de trece años- montó a caballo y galopò hasta el otro extremo de la chacra, clavó un palo con una tela colorada y volvió.
Pregunté para qué servía esa bandera y don Moisés nos explicó: «Estamos por abrir el primer surco y el primero tiene que hacerse bien derecho. La línea no puede dejarse a criterio de los animales. Quien lleva el arado debe fijarse en que la bandera esté siempre justo entre los dos bueyes».
Don Moisés agarró el arado y Adolfo la orejera y una picana. Empezó la arada. Había que hacer un surco de quinientos metros.Seguí de cerca mirando con atención cómo el arado cortaba y abría la tierra. Después de unos cien metros, don Moisés me dijo: «Ahora agarrá vos el arado y marchá». Así lo hice. Tomé las dos manijas, picanearon los bueyes y el arado empezó a caminar, pero para cualquier lado, aquí y allá, en zig-zag. Me asusté., En unos segundos quedé bañado en sudor aunque la mañana era bastante fría. 
Tiré el arado. Padre e hijo largaron una carcajada que me avergonzó. Pero don Moisés agarró nuevamente el arado y me indicó: «Fíjate bien: hay que tener las manijas firmes, bien equilibradas en las dos manos. Así el arado marchará derecho y aplomado en el surco».
Aquella mañana aprendí varias cosas:En primer lugar, que hasta los bueyes pueden ser transformados en seres dóciles y comprensivos, con paciencia.En segundo lugar, que, PARA SEGUIR UN CAMINO RECTO EL HOMBRE DEBE TENER SIEMPRE ANTE SÍ UNA BANDERA.En tercer lugar, que hay que tratar de conservar siempre el equilibrio.
Recogí esas tres enseñanzas y con ellas he vivido sesenta y ocho años. A pesar de todas las tretas de la vida y los trastornos que se interponen no me he dejado desviar de la ruta. Lo digo con la conciencia tranquila y con satisfacción…»
OSVALDO QUIROGA

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