“Te debo la vida”: el reencuentro entre un hombre que estuvo 12 horas bajo los escombros de la AMIA y el bombero que lo rescató

Fue en un zoom que organizó la comunidad Dor Jadash del Templo de Murillo. Allí, dos protagonistas del del atentado terrorista del 18 de julio de 1994 -que cobró 85 vidas- recordaron paso a paso cómo fue el heroico salvataje y homenajearon a los que ya no están: «Vamos a pedir justicia hasta el último día’. Bajo tierra, a oscuras y con las piernas aprisionadas por los escombros, el agua de una filtración lo tapaba poco a poco. Los gritos de auxilio habían quedado sepultados a borbotones en la garganta. Se ahogaba sin remedio, apenas podía asomar la nariz.
Recuerda que en ese momento vio, envuelta en una luz, la imagen de su madre, Antonia, muerta seis años antes. Ya no podía respirar. Pidió un milagro. Y el agua, así como había subido, comenzó a bajar. Era cerca de la una de la tarde del lunes 18 de julio de 1994 cuando Martín Cano volvió a nacer. Tenía 20 años.

Su jornada había comenzado a las 5.20 de la mañana en su casa de Merlo. Hacía un año que su rutina lo llevaba desde allí hasta la AMIA, en Pasteur 633, barrio de Once, donde era empleado de mantenimiento. “Entraba a las ocho, pero me gustaba estar desde más temprano. Así que ese lunes llegué a eso de las 7.15, porque tenía que reemplazar como mozo a un compañero, Alejandro Rotella”.

A las 8.20, señala, “todo iba normal. Empecé a repartir café con un carrito por todos los pisos. En esa época se daba un desayuno. A las 9.25 bajé al primer subsuelo, donde habían puesto la cocina en forma provisoria, porque estaban refaccionando el primer piso, donde estaba antes, y la planta baja, el teatro. Empecé a lavar la vajilla y a charlar con Cachito, con Jacobo Chemanuel. Teníamos un teléfono interno ahí abajo y él estaba esperando que lo llamen para hacer sus tareas de mantenimiento. ¿De qué hablábamos?… De fútbol, él era hincha de Atlanta”.

A las 9.53 un coche bomba manejado por un terrorista se incrustó contra el frente del edificio.  Buenos Aires, la Argentina toda, no olvidará (no debe olvidar) ese instante jamás. La explosión y la onda expansiva destruyó la mutual judía y arrasó varias viviendas vecinas. El saldo del horror fue de 85 muertos y más de 300 heridos.

La calle Pasteur se convirtió en un enjambre de rescatistas, curiosos, sirenas de ambulancias y carros de bomberos, autos quemados, lágrimas, rostros demudados por el espanto y rastros de sangre. Una montaña marrón de piedra era lo que quedaba de la AMIA. Pero nada de eso sabían ahí abajo, en medio de la oscuridad del subsuelo. De “la cueva”, como llamó Martín a ese efímero hueco en el que peleaba por su vida: había quedado justo bajo la mesada donde antes había estado lavando las tazas.

“La explosión me tiró contra la pared, salí volando. Y el cuerpo después se fue para adelante. Choqué contra una pared. Se puso todo oscuro. Sólo sentía un zumbido bajito que me dejó sordo. Pero no perdí el conocimiento.  Tenía el tórax apretado por los escombros, sólo me quedó afuera la cabeza, a unos 40 centímetros del suelo y las dos manos libres.  A la izquierda la golpeó una cascote y me quedó quebrada. Con la derecha me saqué piedras del cuello para poder respirar. Empecé a pedir auxilio pero no se escuchaba nada, pero nada”.

De repente se dio cuenta que no estaba solo. Detrás suyo había quedado Cacho. “Yo estaba dolorido, más apretado que él. Lo tenía a mis espaldas, atrás de un montón de escombros. No lo veía, pero me dijo que estaba sentado. Le habían caído las columnas de una cisterna sobre las piernas y sólo podía mover de la mitad del cuerpo hacia arriba”.

Jacobo Chemanuel, cuenta hoy Martín, fue clave para que resistiera.  “Me hacía de psicólogo, me hablaba todo el tiempo. Yo lloraba mucho. Tenía nada más que 20 años, Cacho tenía 56… Le contaba de mi hijo Daniel, que tenía tres meses, había nacido el 22 de abril… Él fue mi contención ahí abajo” .

Habrá que volver, en este punto, al principio de este relato. Mientras a Martín lo cubría el agua de la cañería de la cisterna que protegía a Jacobo, y sin que él ni siquiera lo sospechara, muy cerca suyo un grupo de bomberos trataba denodadamente de llegar hasta donde estaban. Entre ellos se encontraba Fernando Souto. Era, en 1994, subinstructor de la escuela de bomberos y oficial ayudante del GER, el Grupo Especial de Rescate. Esa mañana se dirigía a dar clases con sus concursantes, en Caballito, cuando escucharon lo que sucedía en la calle Pasteur. Sintonizaron la frecuencia de los bomberos y pasadas las 11.30, junto a su jefe, el principal Oscar Garnica (padre de Anahí, una bombera muerta en la tragedia de Iron Mountain y hoy Jefe de Defensa Civil de la Ciudad), marcharon hacia la AMIA.

“Cuando llegamos, eso era un caos -le cuenta hoy Souto a Infobae-. Yo había estado en el atentado a la Embajada de Israel (el 17 de marzo de 1992), y no me sorprendió. Empecé a buscar por dónde andaban trabajando los bomberos que yo conocía. Entré a donde estaba la AMIA, subí la montaña de escombros y bajé del otro lado. Eran como varios montículos, los pasabas y veías como un hall destruido, y atrás la sala del teatro. Contra el escenario estaban amontonadas varias hileras de sillas: era el efecto de la onda expansiva. Vi a un oficial conocido, Javier Rebilla, sobre el escenario, y fui para ese lado.  Estaba desesperados tratando de colocar electrobombas para chupar agua. ‘Gallego, vení, ayudame…’, me pidió. Atrás había una escalera que iba al sótano. Bajamos y caminamos por un pasillo angosto. Seguimos la pared, que estaba rota. Se veía un tanque cisterna de hormigón, y había bomberos que le hablaban a una pared: le daban ánimo a los que estaban del otro lado, los que se estaban ahogando”.

Souto tomó una determinación: “Me fui para donde estaban las víctimas. Tuve que regresar al teatro para bajar por un hueco. Vi a tres. Había como un límite que eran los escombros. Bajo una puerta había un hombre. Era Buby (Naón Bernardo Mirochnik), otro de los mozos. A un lado no se veía nada, pero se escuchaba hablar a dos. Eran Martín y Jacobo. Pedían que los saquemos, podía escuchar como hablaban con el agua en la boca”.

Fue entonces que sucedió el milagro del inicio de esta narración. El agua bajó. Alguien, cuenta Souto, pidió a la empresa Aguas Argentinas que cortara el suministro en toda la zona. Y así sucedió, justo en el momento oportuno.

Ahora restaba sacarlos de allí. Del otro lado, cuando escucharon las voces de los rescatistas, Martín y Jacobo comenzaron a reír. Y a llorar. Y, claro, a pedir que los liberaran.

“La cisterna soportaba todo el peso del edificio. Si la movíamos, todo se derrumbaba. Oíamos como Cacho le daba aliento a Martín. Aseguramos lo más posible las paredes, hicimos un pozo y entramos por debajo de Martín. Fui el primero que le tocó la mano. Lo empezamos a calmar”, cuenta Fernando.

“Él nunca me dejó de hablar -recuerda Martín-. Es uno de esos tipos con agallas. Gracias a Fernando estoy vivo. Me quedó su voz en la mente. ‘A vos te debo la vida de una’, le pude decir. Me hablaba de mi hijo, de mi viejo, de mi mujer, que tenes dos hermanas, que vas a querer ir a jugar con el bebé. Me sentí muy acompañado. Es como un hermano”.

Fueron varias horas de intentos. En ese lapso, dice Martín, “tomé el agua de ahí, me oriné encima, quizás pensé en toda mi familia, pero nunca perdí la fe”. Pero de repente, todo pareció terminar mal. Fernando recuerda: “En la noche, hubo un segundo derrumbe. Nosotros estamos abajo, y no nos dimos cuenta. Apareció polvo por todos lados. Pensábamos que como trabajamos con martillos neumáticos y herramientas de corte, sería producto de eso. Pero apareció un jefe y ordenó ‘¡todo el mundo afuera!’.

Apagaron los equipos, las luces, y empezaron a salir. Martín gritaba: ‘¡No me dejen, matenme, no van a volver!”. No le quería soltar la mano a Fernando. Le dieron una linterna y  Horacio Paz, que era subinspector y uno de los jefes del GER, sacó su reloj y se lo dió: “Era de mi viejo, lo único que tengo de él, y lo voy a volver a buscar” . “Fue muy duro, de pronto sólo vi la luz de la linterna, pero sabía que íbamos a regresar”, cuenta Souto. Es un hombre que tiene experiencia. Trabajó, como dijo, en el atentado a la Embajada de Israel, también en Cromañón y recientemente en el incendio de Pigmento, donde murieron dos compañeros. Pero se emociona al recordar aquel episodio.

Una vez arriba, los del GER, sin que los vieran, pegaron la vuelta al subsuelo. Horacio Paz convenció a uno de los jefes para retornar con diez bomberos más. Entre ellos estaba Souto. “Garnica rescató al que estaba en la puerta. Fue asombroso como lo hizo. Seguimos con Martín. Fueron dos horas más. En un momento estaba casi liberado. Pero tenía un pie aprisionado. Horacio dijo ‘saquemoslo’. Y se dirigió a Martín: ‘Te va a doler’. Hubo que quebrarle el tobillo para sacarlo, no había otra…”.

Eran las diez de la noche. Lo llevaron a la ambulancia. A las cinco de la mañana terminó el turno de Fernando Souto. Estaba agotado. A Chemanuel lo liberaron recién al día siguiente, después de 30 horas. De los tres, sólo Martín sobrevivió a las heridas. Buby y Cacho son parte de las 85 víctimas.

Cano permaneció dos semanas en el Hospital de Clínicas. Tuvo fractura de peroné en ambas piernas y la mano izquierda entablillada. Hizo rehabilitación. “De la bomba no me enteré ese día, sino el miércoles siguiente. Mi jefe me lo contó. Lo primero que pregunté fue por Cacho. Lo conocía poco, había un año que trabajábamos juntos, pero ahí abajo fue como si hubiéramos compartido toda una vida”.

Al año siguiente regresó a trabajar. Estuvo 26 años en la AMIA, “mi segunda casa”, como describe. Tuvo cuatro hijos más: Rodrigo, Yamila, Jennifer y Priscila. Y cinco nietos: Taiel, Kiara, Kimel, Eitam y Dayron. “AMIA siempre me esperó mucho. Cuando se hizo el nuevo edificio me sentí orgulloso. Volví, pero era difícil por los amigos que no estaban.  Mi vida fue difícil. Mi señora falleció el 2 de abril del 2017 de hepatitis fulminante, y ese mismo año mi hermana murió de cáncer. Uno se hace fuerte por hijos y nietos, pero después de esos golpes que recibí me fui.  Quería estar acá en Merlo, cerca de mi familia. Puse un kioskito y librería, volví a hacer pareja, y ayer, exactamente el 9 de julio, nació mi quinto nieto, Dayron”, cuenta Martín con una sonrisa.

A las siete de la tarde del jueves, Martín y Fernando se reencontraron en un zoom que organizó la comunidad Dor Jadash del Templo de Murillo al 600, en Capital Federal, a través de su presidenta, Roxana Chirom, la directora institucional Verónica Wober y el rabino Marcelo Bater. Bajo el nombre de “Relatos desde los escombros”, reunieron a 84 personas que escucharon emocionados su relato.

“El Talmud enseña que quien salva una vida, salva al mundo. Y el mundo es mejor gracias a gente como Fernando, que le dio a Martin la posibilidad de vida para contar su testimonio y dejar un legado”, resume el rabino Bater a Infobae. Y Wober añade: “Son 26 años envueltos en dos historias de vida dentro de una misma tragedia. Exigir justicia y mantener viva la Memoria, ¡esa es nuestra tarea!”

Sólo dos veces, además de esta tercera y virtual, se vieron después de aquel 18 de julio de 1994. Cuando hicieron la foto para el fotógrafo Julio Menajovsky para la muestra “25”, que presentó la AMIA cuando se cumplió un cuarto de siglo del atentado. Y en una nota para la televisión. “Este año nos habíamos prometido compartir un asado -lamenta Fernando- pero la pandemia lo postergó. Ya lo vamos a hacer”.

Pasaron 26 años. Pero Martín no deja de pensar en Jacobo Chemanuel. “Me salvé, él no. Es difícil y muy duro. En estas fechas me vuelve todo lo que pasé ahí abajo.  Es una fecha que no tendría que existir. Pero vamos a pedir justicia hasta el último día de nuestras vidas.  Prohibido olvidar!

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