A los 87 años de edad falleció la jueza de la Corte Suprema de Justicia de los EE.UU., principal adalid en la lucha por la igualdad de la mujer en ese país. La polémica por su reemplazo se suma a la campaña electoral.
El presidente Donald Trump ya jugaba con la posibilidad y ahora intentará reemplazar a la jueza progresista con una de las dos candidatas conservadoras más firmes a ese cargo. Dos juezas de la corte federal de apelaciones – designadas por Trump – son las favoritas: Amy Coney Barrett del Séptimo Tribunal de Apelaciones con sede en Chicago y Barbara Lagoa del Onceavo Tribunal de Apelaciones con sede en Atlanta. El próximo sábado Trump hará el anuncio con los votos asegurados para hacer su voluntad y conformar una Corte monocolor. Por esta razón es importante saber qué ha perdido la justicia norteamericana con la ida de Ginsburg.
El cambio que Ginsburg introdujo en la política estadounidense comenzó hace medio siglo y, para tener en cuenta su magnitud, es necesario medir la distancia entre ahora y entonces. En ese momento, solo tres de cada cien profesionales del derecho y menos de doscientos de los diez mil jueces del país eran mujeres. Hoy esa proporción cambió drásticamente y no sin luchas.
En 1971, Ruth Bader Ginsburg estaba trabajando para el caso Reed vs. Reed, que trastocaría un siglo de jurisprudencia estadounidense y la totalidad del pensamiento político que se remonta a los Padres Fundadores. La Corte, siguiendo el escrito de Ginsburg, dictaminó por primera vez que la discriminación basada en el sexo violaba la cláusula de igual protección consagrada en la Decimocuarta Enmienda. En 1972, solo dos meses después de que la Corte dictó su fallo en Reed v. Reed, Ginsburg se convirtió en la primera mujer en ocupar una la jefatura de una cátedra en la Universidad de Columbia, donde ya daba clases.
Su carrera, en diversos casos por la igualdad de derechos, le valió, paradójicamente, la ira de muchas feministas que no apoyaron su nominación a la Corte Suprema en 1993. «Mi enfoque, creo, no es ni liberal ni conservador», dijo al Comité Judicial del Senado, presidido entonces por Joe Biden. Su nominación fue muy controvertida. Ginsburg creía en el cuerpo de la Corte, en la colegialidad de los argumentos y en la moderación de la expresión.
Sus opiniones más significativas fueron expuestas en el caso Estados Unidos contra Virginia de 1996, en el que el Tribunal dictaminó que la negativa del Instituto Militar de Virginia a inscribir a estudiantes femeninas violaba la cláusula de protección igualitaria. La opinión de Ginsburg sirvió como lección de historia, en parte para el público y en parte para sus compañeros jueces. “Durante más de un siglo, las mujeres no contaron entre los votantes que componían ‘We the People’”, escribió. “No fue hasta 1920 que las mujeres obtuvieron el derecho constitucional al sufragio. Y durante medio siglo a partir de entonces, siguió siendo la doctrina prevaleciente de que el gobierno, tanto federal como estatal, podía negar a las mujeres las oportunidades concedidas a los hombres siempre que se pudiera concebir cualquier ‘fundamento de razón’ para la discriminación «. El punto de inflexión, observó, había llegado con el fallo de Reed vs. Reed.
Pero el verdadero punto de inflexión llegó cuando Ginsburg se unió a la Corte. Durante la mayor parte de la carrera de Ginsburg, la Corte había sido bastante moderada. Recién en los ’80 con la restauración neoconservadora Reagan actuó sobre ella nombrando a Antonin Scalia, primer juez de la Corte de origen italoamericano, católico y fallecido en 2016. Durante el mandato de Ginsburg, George W. Bush nombró a los jueces John Roberts –católico de Indiana– y Samuel Alito –segundo italoamericano conservador de la Corte-; y Trump nombró a Niel Gorsuch Mc Gill –conservador que aboga por la libertad religiosa en contra de la separación de religión y Estado- y a Bret Kavanaugh, por lejos el más conservador y obsecuente del presidente actual.
A medida que la Corte cambió, Ginsburg se tornó en su Gran Disidente, aunque el papel fue en buena medida en contra de su disposición. Ginsburg apreciaba los sinceros desacuerdos, expresados con firmeza, pero no le gustaban las opiniones mezquinas y mordaces. Claramente no adhería al embarullado y vociferante espíritu político desatado por Trump, y respetaba a sus pares.
Ella se mantuvo firme, incluso cuando sostuvo posturas cada vez más opuestas a sus otro cuatro colegas varones, un giro que comenzó con Bush vs. Gore (2000), en el que objetó la decisión de la mayoría de detener el recuento en Florida. “La conclusión de la Corte de que un recuento constitucionalmente adecuado no es práctico, es una profecía que la propia sentencia de la Corte no permitirá que sea probada”, escribió. «Una profecía no probada no debería decidir la Presidencia de los Estados Unidos». Pero así fue.
Ginsburg debería haber renunciado –ya enferma de cáncer– antes del final del segundo mandato de Obama para que pudiera reemplazarla alguien de su calibre. Pero dicen que ella confiaba en un triunfo de Hillary Clinton. Lo cierto es que hoy la Corte Suprema de Justicia de los EE.UU. corre el riesgo de transformarse en un resorte más del poder del presidente y no lo que debería ser: un control de ese poder. Nada de todo esto es nuevo o casual en ese país. Desde hace más de 40 años las corporaciones han establecido un férreo control sobre la política en los EE.UU, no en balde un empresario impensable es hoy quien conduce a los tumbos los destinos de la –todavía- primera potencia mundial.
Alejandro Garvie