Else Lasker-Schüler: vida como arte y arte como vida

 







Else Lasker Schüler

Era la estrella rutilante del Berlín literario antes de la Primera Guerra Mundial, el imán del Café des Westens para escritores, pintores y editores. La adoraba gente tan diversa como Karl Kraus, Franz Werfel y Paul Klee; Thomas Mann y su hermano Heinrich Mann, igual que Hugo von Hofmannsthal mantuvieron una larga correspondencia con ella. Para Georg Trakl, Franz Marc o Alfred Kubin directamente representaba la esencia de su revolución cultural, el expresionismo, que como movimiento recibió decisivos impulsos de su obra literaria y pictórica.

La poesía de Else Lasker-Schüler tuvo un impacto en la sociedad alemana de la época guillermina que hoy parece inimaginable. Aunque el nazismo haya intentado borrar su recuerdo de la faz de la tierra, no cabe duda de que contribuyó decisivamente al gran cambio de la imagen de la mujer que se produjo en Alemania a principios del siglo XX a favor de su emancipación y su participación en todos los ámbitos de la sociedad. Else Lasker-Schüler levantó contra el orden burgués un orden poético en el que la mujer creaba su propio lenguaje, su propia imagen y su propio deseo amoroso. Y ya con su primer libro cruzó esa frontera, de la que no hay vuelta atrás, como cuando se cruza la laguna que separa el mundo de los vivos y los muertos. Por eso lo llamó Estigia.

Antes, sin embargo, tuvo que salir del rígido marco de la existencia burguesa que había llevado hasta sus treinta años: la de hija de familia judía acomodada, nacida en 1869 en Elberfeld, y casada con un médico literato. Rompió con ella con un aparentemente ingenuo juego de disfraces que empezó con ropajes extravagantes, pantalones y pelo corto, y acabó en un manifiesto literario. 

En Estigia establece un reino artificial, la ciudad de Tebas y sus provincias, donde rige una jerarquía de valores en la que el amor ocupa el primer puesto. Es un concepto de amor que nada tiene de individual ni de convencional. Parte de un estado natural original -de ahí las metáforas del Edén y del principio del mundo- e implica una dimensión cósmica: a dios y su creación, a la familia, los amantes y amigos, al cuerpo como instrumento de placer. 

Hasta en su último poemario, Mi piano azul de 1943, la poeta se mantiene fiel a este ideal que en su boca siempre adquiere un alto tono de rebeldía y de lucha humanitaria: «La vida eterna para aquel que de amor sabe decir mucho / ¡El hombre en el amor sólo puede resucitar! ¡El odio encierra!, por muy alto que llamee su antorcha.» 

Lasker-Schüler representa las transmutaciones fantásticas en su vida como el papel que le corresponde al poeta. Firma sus cartas con pseudónimos exóticos, preferentemente Tino de Bagdad o Yusuf de Tebas, pero también con Jaguar Azul o Jefe indio. Y no solamente a sí misma transforma así en otra o en otro, sino también a sus amigos y conocidos artistas les da, como muestra de respeto y afecto, nuevos nombres o títulos honoríficos: Gottfried Benn se convierte en “Giselher”; Max Brod es el “Príncipe Abba Graham de Praga”; Karl Kraus el “duque de Viena”; al poeta Richard Dehmel se dirige como “Cuñado Árbol de Roble”. Para su futuro marido, Herwarth Walden, el fundador de la revista Der Sturm, incluso inventa el nombre que él adopta luego en la vida civil. 

Naturalmente, su decisión por la máscara es malentendida y ridiculizada por sus contemporáneos. Gottfried Benn la describe vestida «de extravagantes faldones o pantalones, imposibles casullas», y, como añade con condescendencia disimulada de admiración, «cargada de sortijas de criada»: «No se podía, ni entonces ni más tarde, salir con ella a la calle, sin que todo el mundo se parara y la siguiera con la mirada». Admiraba Benn, en cambio, que su amiga no admitía la separación entre vida y arte, desde la firme determinación de no adaptarse ni al rol de la mujer burguesa, ni a la imagen tópica de la judía. 

En su semblanza de los años cincuenta finalmente reconoce a Else Lasker-Schüler como «la más grande poeta que Alemania tuvo jamás»: «Exponía su pasión desenfrenada, desde el punto de vista burgués, sin moral y sin pudor. Dicho de otra manera: se tomaba la magnífica y desconsiderada libertad de disponer de sí misma por su cuenta, sin la cual, como es sabido, el arte no existe.»  

La exigencia absoluta hacia el arte tenía un precio muy alto. Else Lasker-Schüler se expone como pocos a la exclusión social y a la penuria económica. La determinación y el valor con los que defiende su principio de la libertad definitiva del artista son ejemplares. Se enfrenta, ora con su humor certero, ora con hiriente cinismo a los ataques verbales y a la difamación de los que es víctima, cada vez más a partir de mediados de los años veinte. 

Con el auge de los nacionalsocialistas, se la persigue y ataca en público, y aunque la sexagenaria poeta siempre responda con firmeza y se defienda incluso físicamente, es consciente de su impotencia. En abril 1933 tiene que huir a Zúrich y, al serle denegado los permisos de trabajo y residencia por parte del gobierno suizo, emprende en 1939 un viaje a Israel, donde muere en 1945, empobrecida y sola.

El movimiento feminista de los años 70 redescubrió la obra de Else Lasker-Schüler, tras décadas de omisión de los cánones y manuales de literatura. Una amplia bibliografía, que incluye nada menos que cinco grandes estudios biográficos, la ha reconocido desde entonces no solo como una de las mujeres más extraordinarias del siglo XX, en cuyo destino judío enraíza su polifacética obra, sino también como una de las poetas más importantes de la literatura en lengua alemana. 


Cecilia Dreymüller  / Mozaika

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