En su libro de 1974 Palestinians and Israel (“Los palestinos e Israel”), el difunto Yehoshafat Harkabi escribió que, tras la Guerra de los Seis Días,
la confrontación con los palestinos se presenta como la esencia del conflicto, por ser éste supuestamente una lucha de liberación nacional. Los árabes explican, sobre todo a los extranjeros, que no se trata del antagonismo entre unos grandes Estados árabes y el pequeño Israel, sino entre un pueblo oprimido y un Estado colonialista fuerte y opresivo… El foco ha cambiado. Ya no se trata de una disputa entre Estados sino entre un Gobierno y un pueblo que lucha por su liberación, lucha que por definición es una guerra justa que merece ser apoyada.
Con el paso de los años, la lucha ya no será justa sino divina.
En el conflicto árabe-israelí ha imperado durante décadas un esquema binario. Así, se ha presumido que es irresoluble porque se trata de la destrucción total de Israel o la inevitabilidad del exilio y la condena al olvido político de los árabes palestinos.
Pero puede que el paradigma cambie con la firma de los Acuerdos de Abraham y la normalización de relaciones entre Israel y Emiratos, Baréin y Sudán. Incluso los saudíes han tomado nota, como quedó de manifiesto en unas recientes declaraciones del príncipe Bandar ben Sultán ben Abdulaziz, en las que criticó abiertamente a los líderes palestinos:
La palestina es una causa perdida porque sus promotores son unos fracasados, mientras que la israelí es una causa injusta, pero sus promotores han demostrado ser exitosos. Hay algo que los sucesivos dirigentes palestinos tienen en común: siempre están en el bando perdedor, y eso se paga.
Esas palabras condenatorias, procedentes de un aliado palestino de toda la vida, suscitan el interrogante de si estamos ante el fin del juego palestino y, más importante, de la centralidad de la cuestión palestina para un mundo árabe que se muestra hastiado.
Históricamente, la causa palestina ha sido el pegamento que ha mantenido al mundo árabe unido contra la entidad sionista y su supuesta amenaza. Durante toda su carrera, el gran objetivo de Yaser Arafat fue hacer de la cuestión palestina la causa primordial del mundo árabe, que, aducía, no descansaría hasta que los palestinos recibieran la justicia de la que eran divinos acreedores.
Arafat tuvo bastante éxito en ese punto, aunque no necesariamente para beneficio del pueblo palestino, utilizado por numerosos regímenes árabes y grupos islamistas como instrumento para galvanizar apoyos. Arafat fue la encarnación de la causa palestina, y tras su fallecimiento el liderazgo palestino ha tenido que bregar para mantenerla en el candelero.
Mientras se mantuvo aglutinado al mundo árabe, el Plan por Fases de la OLP (1974) permaneció intacto:
– Establecer, mediante la “lucha armada” (es decir, mediante el terrorismo), una “autoridad combatiente nacional e independiente” sobre cualquier territorio “liberado” de la férula israelí (art. 2).
– Proseguir con la lucha contra Israel utilizando el territorio de la autoridad nacional como base de operaciones (art. 4).
– Provocar un conflicto a gran escala en el que sus vecinos árabes destruyeran por completo a Israel (art. 8).
El plan sería factible siempre y cuando todos los caminos hacia la paz pasasen por Ramala. Eso permitiría a los israelíes convencerse de que la paz estaba al alcance de la mano, y a Arafat y a Abás vender al pueblo palestino la lucha por la paz con pleno conocimiento de que el resultado final sería una solución de un solo Estado. Como siempre, el engaño y el autoengaño, yendo de la mano.
Pero ¿qué sucede cuando la causa palestina pierde su influjo sobre la calle árabe?
El periodista israelí Ehud Yaari apunta correctamente que “la Intifada destruyó lo que en árabe se denomina Istiqlaliyat al Qarar al Falastini”, la completa y total independencia del proceso palestino de toma de decisiones en lo relacionado con Palestina. Un cántico palestino fue «¡No a la wisayah árabe”, es decir, no al patronazgo, la interferencia, la intervención árabe.
Cuando Arafat empezó su carrera política, en los años 50, se manejó con tales lemas y denunció al mundo árabe por traicionar a los palestinos en 1948. He aquí el fundamento del movimiento Fatah.
La estrategia básica de la OLP concordaba con lo que dijo Abu Iyad en 1971 de que “no tenía derecho” a negociar acuerdo alguno, sino que tenía que seguir luchando, “aun cuando no pudiera liberar un sólo centímetro de territorio”, para preservar la opción de recuperar toda Palestina algún día. En 1984 aún pensaba lo mismo: “Nuestra persistencia y nuestra vinculación a nuestra tierra son nuestra única carta (…) Preferimos seguir bloqueados otros diez años antes que encaminarnos hacia la traición”.
Abu Iyad además creía que una victoria de la OLP llevaría la revolución a los palestinos: “La propia lucha estaba transformando a los palestinos de pobres refugiados inermes en combatientes heroicos”.
En resumidas cuentas: la propia lucha es el fin.
Carl von Clausewitz sintetizó la lucha armada de la siguiente manera:
Si un bando no desarma completamente al otro, el deseo de paz en uno y otro subirá y bajará en función de las probabilidades de éxito y de la cantidad de esfuerzo requerido. Si los incentivos tienen la misma fuerza en ambos bandos, estos resolverán sus disputas negociando. Si el incentivo sube enteros en un bando, los perderá en el otro. La paz resultará mientras la suma sea suficiente, aunque el bando que sienta menos urgencia naturalmente tendrá mejor posición negociadora.
El último punto de Clausewitz es clave. Aunque las partes deben verse igualmente recompensadas por la paz, en el caso palestino se considerará un juego de suma cero mientras la lucha resulte más atractiva que la alternativa.
Asaf Romirowsky / Revista El Medio