1951. Ilse Koch se para desafiante frente al tribunal. Lleva un vestido barato y la mirada turbia. Sus ojos verdes parecen dibujados por un compás, pero también parecen vacíos. Las mejillas infladas y la piel que no está casi surcada por arrugas. No parece ilógico. Ella era la que hacía sufrir a los demás. De todas maneras, lo que más resaltaba era su pelo rojo, intenso.
Ilse Koch espera que comience su juicio. No hay ansiedad en ella. Tiene gimnasia: ya pasó por esta situación. En Alemania los procesos por lo ocurrido durante el nazismo se multiplican, son parte de las escenas corrientes de la posguerra. Pero este proceso concitó mayor atención. La acusada se había convertido en un ser infame y hasta tenía apodo popular. La conocían como la Zorra de Buchenwald.
Se la señalaba como responsable de las peores crueldades. Ya no se trataba de una homicida más. Ella había matado, había torturado, había mostrado el peor sadismo. Pero, además, se la acusaba de tener un hobbie macabro: mandaba matar gente para que luego fueran descarnados y ella pudiera coleccionar trozos de piel tatuados. Hasta se la acusaba de haber mandado a hacer una pantalla de velador con restos cutáneos de sus víctimas.
Margaret Ilse Köhler había nacido en 1906 en Dresde. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial tuvo que ganarse la vida como pudo, como tantos otros alemanes. Fue empleada en fábricas y distintos comercios hasta que en 1932, también como tantos otros alemanes, se afilió al Partido Nazi. Esa adscripción temprana le trajo beneficios; cuando los nazis llegaron al poder, su posición mejoró. A los pocos años le consiguieron un puesto administrativo en Sachsenhausen, uno de los primeros campos de concentración. Heinrich Himmler le presentó al encargado del campo, a Karl-Otto Koch, y desde su autoridad les recomendó que se convirtieran en pareja. Ellos obedecieron y al poco tiempo se casaron. Ella pasó a ser Ilse Koch y la secretaria del campo de concentración.
Karl-Otto Koch era un hombre ambicioso e inescrupuloso. No parecían existir los límites para él. El poder le permitía moverse sin dar explicaciones. La locura de Hitler y sus hombres hizo que los campos se expandieran y la matanza se pusiera en marcha. Koch fue nombrado comandante de Buchenwald un par de años antes del inicio de la guerra. Levantó el campo y desparramó su arbitrariedad por cada rincón de él.
Por Buchenwald pasaron casi 250.000 prisioneros de los que se calcula fueron asesinados más del 25 por ciento. En Buchenwald no había cámaras de gas, pero las muertes por inanición, abusos de los guardias, arbitrariedades de las autoridades eran cotidianas y masivas.
A Koch y a su esposa les gustaba vivir bien. Se construyeron una mansión que fueron amoblando con lo mejor de lo producido con el saqueo de sus víctimas. La megalomanía del matrimonio tuvo un ejemplo contundente en el zoológico que montaron dentro de las instalaciones del campo de concentración. Hicieron traer especies exóticas de todas partes del mundo.
Ilse Koch era mucho más que la esposa del comandante del campo. Las mujeres de los comandantes no solían salir de sus casas, eran amas de casas que se dedicaban a criar a sus hijos y a generar la ilusión de normalidad en las vidas de sus hijos. Pero Ilse era diferente. Su lugar no era pasivo. Ella se hacía notar. Paseaba su enérgica arrogancia y su cabellera pelirroja por cada rincón y daba órdenes de manera constante. Todos le temían. Y había motivos. Era impiadosa.
En los juicios posteriores algunos testigos la describieron, también, como ninfómana, que su necesidad de sexo era constante. Y que en la mansión del matrimonio tenían lugar orgías dantescas organizadas por ella que se encargaba de reclutar participantes en el pueblo vecino y entre los oficiales y soldados a cargo de su marido, y las esposas de estos. Pero esos testimonios no sólo hablaban de sus actividades sexuales en su hogar -no delictivas en su mayoría excepto en los casos de los que participaban bajo coerción-, sino que describían que Ilse obligaba a los detenidos a tener sexo sólo para que ella asistiera como testigo y satisfaciera sus inclinaciones vouyerísticas, o para disipar su aburrimiento. Contaban también que quienes no podían rendir sexualmente eran ridiculizados y luego apaleados. Nadie podía mirarla a los ojos ni contradecirla. Quien lo hacía era fusilado en el acto. En otras ocasiones los manoseaba o les exhibía los pechos y quien no se excitara era castigado.
Ella misma se encargaba de dar latigazos y someter a otros tormentos a los detenidos que no cumplían con sus caprichos. Solía llevar en la cintura una especie de cachiporra que en su extremo tenía pegadas varias hojas de afeitar. Dicen que uno de sus juegos favoritos era encerrar en un corral a una veintena de prisioneros y soltar dentro varias perros salvajes. Mientras los hombres y las mujeres corrían por su vida y recibían mordeduras fatales, las carcajadas de Ilse se escuchaban a decenas de metro de distancia.
Fueron varios los testigos que afirmaron que Ilse mandó a ejecutar a muchos detenidos con órdenes precisas de no lastimar determinadas zonas de su piel para que ella pudiera conservar esos fragmentos tatuados que le habían llamado la atención.
Uno de sus amantes era Waldemar Hoven, doctor a cargo del departamento de investigaciones médicas de Buchenwald. Ilse y Hoven hacían desnudar a los recién llegados. A los de tatuajes más llamativos los sacaban de la fila y los hacían fusilar (con un tiro en la nuca para no dañar la piel).
En Buchenwald se encontraron varias planchas de piel humana con tatuajes. También tulipas de veladores de piel, pero no se pudo determinar de manera fehaciente que derivaran de los restos de los prisioneros. En los procesos a los que fue sometida, Ilse siempre fue absuelta de estos cargos por falta de pruebas.
Hace unos años al periodista norteamericano Mark Jacobson le hicieron llegar una extraña pantalla de lámpara. Su color y su texturas eran indeterminadas y despedía un olor fétido. Le dijeron que la habían rescatado de un campo de concentración. Jacobson inició una investigación al respecto. Cuenta todo el proceso en su libro The Lampshade. Un análisis de ADN determinó que el material de la pantalla provenía de restos de piel humana. Lo que no se pudo saber con certeza su procedencia, ni cuántos años hacía que se había manufacturado.
Si bien la atención sobre la crueldad nazi suele centrarse sobre los jerarcas y sobre algunos de los comandantes de los lagers, también hay una serie de mujeres con conductas aberrantes que fueron identificadas y juzgadas. Algunos de esos nombres: Irma Grese, Maria Mandel y Herthe Bothe. De todas ellas, Ilse Koch fue la que mayor relevancia posterior obtuvo. Muy posiblemente porque su inhumanidad alcanzó cimas casi inimaginables.
El desborde del matrimonio Koch en Buchenwald fue tal que hasta provocó rechazo dentro del régimen nazi. El lujo con el que vivían se había convertido en comentario obligado entre los altos oficiales. La muerte de dos médicos de Buchenwald produjo una investigación interna. Karl-Otto Koch afirmó que eran infiltrados y que una vez descubiertos habían intentado huir. En esa fuga fueron alcanzados por los disparos de su hombres. La investigación determinó que la causa había sido otra: los doctores habían tratado a Koch por una sífilis y éste los había eliminado para que su secreto no se conociera.
Pero ni este episodio, ni sus robos, ni sus otros asesinatos y abusos terminó con la carrera del matrimonio. Himmler, su protector, envió a Koch hacerse cargo de Majdanek. Necesitaba alguien implacable allí.
Pero Ilse continuó viviendo en su mansión en Buchenwald y comportándose como si no hubiera allí más ley que sus caprichos. Su marido también cayó en desgracia en Majdanek
A los pocos meses con la intención de encubrir a las autoridades una fuga masiva de prisioneros de guerra soviéticos, Koch ordenó una matanza que lo único que logró fue llamar la atención sobre su impericia y la falta de control sobre sus actos. Lo desplazaron y lo enviaron a un puesto administrativo en Berlín. Al tiempo fue enviado una vez más a Buchenwald. En su regreso se comportó de la misma manera que siempre. Su final llegó con una visita de su protector Himmler. El jerarca comprobó que mientras Alemania se desmoronaba, los Koch seguían viviendo con todo lujo. Fue fácil acusarlos de varios delitos, desfalcos, robos y encontrar pruebas. Ni la inminente derrota nazi salvó a Koch. Fue juzgado en el mismo campo de concentración, condenado a muerte y ejecutado a principios de abril de 1945, tan solo una semana antes de que los aliados liberaran Buchenwald. Ilse no fue condenado (se dice que la absolución llegó después que fingiera una crisis nerviosa ante los jueces) y logró escapar antes de la llegada del enemigo. Se refugió en la parte occidental de Berlín, lejos del alcance de los soviéticos.
Cuando fue detenida luego de la guerra, las pruebas de las atrocidades cometidas durante sus años en Buchenwald taparon a los magistrados. Fue juzgada en los llamados juicios de Dachau junto a otras mujeres. La condenaron a cadena perpetua. Se salvó de la pena de muerte porque estaba embarazada. No sé sabe quién era el padre y sus acusadores sospechaban que se había embarazado para evitar la horca. Apenas nace el bebe, un varón, es dado en adopción.
Sin embargo, tiempo después el general norteamericano Lucius Clay, gobernador de la Zona Americana en Alemania redujo su sanción a 4 años de cárcel. Pero en 1951 fue de nuevo detenida y juzgada una vez más. Esta vez las acusaciones se centraban a los actos cometidos contra ciudadanos alemanes.
El juicio generó una atención peculiar. Pese al que el relato de la barbarie ya se había escuchado varias veces a esa altura, el proceso de Ilse Koch sumaba nuevos elementos. La acusada era una mujer, los componentes sexuales, el sadismo y las sospechas del uso de las pieles de los asesinados. Alguien llegó a responsabilizarla de al menos 5.000 muertes de las 56.000 que se produjeron en esos años en Buchenwald.
“Los médicos nazis del campo estaban muy interesados en la piel humana. Ilse los motivaba todo el tiempo a que siguieran con sus pruebas y procedimientos. Quitaban la piel, la sometían a un proceso químico y las ponían a secar al sol. Cuando una pasaba por ahí las podía ver”, declaró en el juicio un médico checo enviado a Buchenwald por la Gestapo. Con esas pieles se hacían guantes, billeteras, pantallas y hasta se encuadernaban libros. Eran valoradas más las que tenían un tatuaje particular. Había un detalle más: esos restos cutáneos no podían proceder de alemanes. Así que las víctimas eran en su mayoría soviéticos, polacos y gitanos. Y como la piel debía estar en buen estado, tampoco les servían los cuerpos degradados de los que hacía mucho tiempo estaban hacinados en el lager. A veces Ilse ordenaba matar recién llegados porque su lozanía proporcionaría piel óptima.
15 de enero de 1951. En la sala de audiencias la tensión tiene presencia física. Ella, la acusada principal, no está. Los jueces le permitieron permanecer en su celda. Pareció la única manera posible de terminar el juicio. Sus gritos, ataques de nervios y desmayos -que nadie pudo determinar si eran reales o fingidos- interrumpieron las audiencias varias veces. Alguna vez en medio del relato de un sobreviviente, Ilse Koch se paró y gritó: “¡Sí, soy culpable! ¡Soy responsable de todo! Soy una pecadora”. También el público gritaba horrorizado en medio de los testimonios que la señalaban como responsable de una variedad de atrocidades inimaginables. La lectura de la sentencia fue breve. La condena fue una de las peores posibles: cadena perpetua. Pero los espectadores que estaban dentro de la sala y los que esperaban en la calle reaccionaron con indignación y hubo temor de que comenzara una revuelta. Ellos querían la pena de muerte y que dentro de los hechos que el tribunal diera por probadas estuvieran las pantallas para lámparas hechas con piel humana y su afición por coleccionar trozos de piel humana tatuada.
Los días de sus últimos años son monótonos, iguales a sí mismos. Está detenida. Está sola. Un defensor oficial hace presentaciones periódicas, grises y desesperanzadas pidiendo su liberación. Los dos saben que no van a prosperar los pedidos. Su conducta cada vez es más errática. Hasta las convictas condenadas por delitos atroces la miran con desprecio.
De los tres hijos (dos hombres y una mujer) que tuvo con Koch sólo sobreviven dos. El mayor se suicidó porque no pudo soportar la vergüenza de los crímenes de sus padres. Ninguno la visita. Nadie se acerca a ella. Sólo lo hace una tarde un joven que la visita sorpresivamente. La primera visita desde que está detenida. No se imagina quién puede ser. No lo reconoce aunque en su cara descubre un aire familiar. El encuentro es silencioso. Se miran sin hablar unos minutos. Ella se pone nerviosa. Cree que su peor pesadilla, aquello que la atormenta y en lo que sueño cada noche, se convirtió en realidad: un familiar de una de sus víctimas vino a tomar revancha. Empieza a gritar y trata de escapar de la pequeña sala. Los guardias se apresuran para controlarla. El joven, poco más que un chico, estira la mano y le toca el hombro con torpeza, una caricia recelosa. “Soy Uwe, tu hijo”.
El hijo que había sido dado en adopción apenas nació, buscó a su madre biológica. La siguió visitando con cierta regularidad. Necesitaba conocerla, necesitaba entender. Creía que mirando esos ojos desorbitados iba a conocer la verdad. Ilse, su madre, hacía tiempo que no estaba ahí. Sus días pasaban entre el mutismo más absoluto, ráfagas de culpa, ataques de ira, delirios y pedidos de rescate ante el imaginario ataque de sus perseguidores.
Los alaridos de Ilse enloquecían a las otras reclusas de la cárcel. Empezaron de noche pero luego aparecían en cualquier momento del día. La mujer estaba convencida de que un grupo comando integrado por sobrevivientes de los Lager y familiares de los asesinados asaltaba la prisión para matarla. La manía persecutoria sólo crecía.
El 1 de septiembre de 1967, Ilse Koch ató las sábanas de su cama y algún abrigo raído a lo alto de los barrotes de su celda y se ahorcó. En pocas semanas cumplía 61 años. Dejó una carta que decía: “No hay otra salida para mí. la muerte es la única salvación”.
Durante décadas, su hijo Uwe procuró revisar el pasado e intentó, en vano, limpiar el nombre de su madre. Pese a sus esfuerzos, Ilse Koch, su madre, siempre será la Zorra de Buchenwald.
Por Matias Bauso