Si la Humanidad hubiera comenzado a cancelar sus acontecimientos más condenables desde el momento en que la escritura comenzó a registrar hechos y no sólo números, no tendríamos memoria. Por imperfecto que sea el registro y por imperfectos que sean los hechos, algo sucedió que mereció ser registrado y sobre lo cual se fue construyendo significado. De no ser así, no seríamos significantes, mucho menos significativos. Si los hubiéramos cancelado, ¿Qué valores nos habrían legado Homero o las fuentes bíblicas, aun considerando sus desvalores bajo una mirada actual?
Por el contrario: si nos dejáramos llevar por esta irrefrenable compulsión a cancelar que nos ha invadido en el siglo XXI, sólo comparable con la estupidez del lenguaje inclusivo, ¿Qué quedaría de pie? ¿Cómo se puede cancelar algo que ya ha ocurrido, que es irreversible? Podemos cambiar el nomenclátor de una ciudad o sutilmente trasladar un ataúd de un sitio a otro, pero lo que pasó, pasó; y más vale que lo sepamos, lo discutamos, y lo procesemos como parte de aquello en que nos hemos convertido. Por más que ideológicamente creamos en otra cosa, somos consecuencia de aquello que sucedió, no de lo que hoy creemos que debió suceder. Necesitamos el símbolo, y necesitamos la historia detrás del mismo en toda su complejidad. Si no fuera así, caeríamos en el absurdo de que cada hora sería una oportunidad de cancelar lo pasado porque siempre pudimos hacer las cosas distintas y, seguramente, mejor.
El fenómeno de la cancelación también puede aplicarse en la vida de los individuos: ¿acaso es posible, en términos reales, cancelar eventos, personas, vínculos que han ocupado nuestras vidas? A lo largo de los años tomamos decisiones y opciones, enfrentamos coyunturas, asumimos responsabilidades; no siempre son las acertadas, a veces son muy infelices, y mayormente resultan muy contradictorias. Cancelar el pasado es estrechar el futuro. El recuerdo nutre.
Tal vez todo este fenómeno obedezca a la velocidad de la tecnología: si el streaming canceló los CD y a su vez estos habían cancelado los LP, ¿por qué no podríamos cancelar personas, eventos, sea a nivel social o individual? Ya conocemos la dinámica, parece fácil trasladarla al nivel de lo vivencial. No es así: el streaming no es una ficción, es una tecnología que superó a sus antecesoras. Personas o hechos también pueden ser superados, pero nunca cancelados; habitan los márgenes de nuestra memoria, se nos aparecen en sueños, se resisten a desaparecer. Podemos tirar abajo la estatua de algún tirano que en algún momento consiguió que la erigieran en su honor, pero no podemos derrumbar nuestra experiencia personal o social.
En suma: hoy no puedo funcionar sin mi smartphone, pero mi teléfono de línea se resiste a ser cancelado. Cuando lo tomo en mis manos la ergonomía de su forma, por el mero hecho de su permanencia, me recuerda de dónde vengo, qué fui, qué tiempos he atravesado. Mis hijos, por otro lado, realmente no lo precisan porque nunca fue nada para ellos. No lo cancelan, simplemente lo ignoran; existe pero no significa. Individuos y sociedades, la Humanidad, se supera a sí misma y avanza sólo hacia adelante; reconocer los cambios y ubicarlos en su justa perspectiva, es sabio. Cancelar es omnipotente, ignorante, e inútil.
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