- Y no, con este título no me interesa entrar en la discusión sobre si la arqueología ha demostrado o refutado lo que nos cuenta la Biblia. Ese es otro asunto. Aquí no me voy a referir a la historia como tal (secuencia de eventos ocurridos en el pasado), sino al modo en el que nos aproximamos a ella. Y, sobre todo, qué es lo que buscamos en ella.
A lo largo de los siglos, la historia fue vista como una sucesión inconexa de eventos. Se asumía que los acontecimientos históricos se daban en un marco mayoritariamente arbitrario y, en muchos sentidos, simplemente caótico.
Durante mucho tiempo, el único orden que se le dio a ese mamotreto amorfo que era la historia del hombre, fue el teleológico. Esto consiste en la creencia de que hay una fuerza superior que controla la historia y la está llevando a un punto final. En la visión judía, cristiana e islámica tradicional, esa fuerza superior es D-os, por supuesto. Aunque cada cultura entiende el asunto de un modo muy distinto.
La idea predominante en Europa, hasta el siglo XIX, fue una herencia directa de los paradigmas mitológicos recibidos del antiguo mundo greco-latino. En esos mitos, griegos y romanos perpetuaron la visión que ya se había planteado desde la antigua Mesopotamia, según la cual el mundo era el territorio de una guerra cósmica en la que las fuerzas del caos todo el tiempo estaban siendo combatidas por las del orden.
Se trataba de una visión bastante lógica para la gente antigua, ya que los seres humanos no entendíamos prácticamente nada sobre el funcionamiento de la naturaleza. Por ello, desde la antigua Sumeria, todas las culturas desarrollaron la idea de la existencia de un caos primordial. Es decir, antes del nacimiento de los dioses y de la creación del mundo, ya existía el caos. Así pues, el nacimiento de los dioses y la creación del mundo habrían sido los primeros pasos para combatir ese caos.
El texto bíblico parece seguir esa lógica. En el relato de la Creación, todo está desordenado y vacío, y D-os se toma 6 días para ponerlo en orden.
Pero solo lo parece. En realidad, hay diferencias insalvables. En primer lugar, el caos no es primordial, porque solo aparece hasta después de que D-os ha hecho el primer acto de creación. Así que la creación es anterior al caos, y evidentemente antes que todo ello, está D-os mismo. De esa manera, en apenas los 2 primeros versículos del Génesis, el modelo mitológico mesopotámico ya está roto, obsoleto.
Algo más: lo que podría definirse como «la derrota del caos» en el Génesis no es una guerra entre las huestes del orden contra las del abismo caótico e insondable. Es, simplemente, el trabajo regular y ordenado de D-os. Con ello también queda destruida la idea del caos como la condición enemiga a vencer. En el Génesis, ese caos antiguo solo es un desorden que se resuelve con trabajo y constancia, y el Shabat no es sino la plenitud del orden. En el mito asirio-babilónico, el caos es derrotado porque Marduk vence y mata a Tiamnat, Kingu, y las fuerzas oscuras. En el Génesis, el caos es superado sin guerras de por medio, simplemente porque D-os trabaja.
Esto, por sí mismo, ya nos indica que los israelitas habían elaborado una filosofía de la historia muy diferente a la del resto de las naciones. Porque, no hay que olvidar, los mitos antiguos eran historia para las culturas que los forjaron. Así que sus teogonías (las historias de cada uno de los dioses) eran su modo de expresar su filosofía de la historia.
Como ya señalé, Roma heredó esos paradigmas ancestrales, y de allí se filtraron a la Europa medieval. Por ello, la visión de la historia como una lucha entre el caos y el orden se mantuvo, incluso en el marxismo (filosofía en la que el capitalismo industrializado controlado por la burguesía es la representación moderna del caos que debe ser derrotado).
En este paradigma, el papel fundamental lo juega el héroe, un ser semidivino, predestinado para ser el que derrote el caos en el mundo y nos traiga el orden. No importa cuán débiles o torpes seamos el resto de los humanos, mortales limitados e incapacitados para luchar contra el caos. Todo gira alrededor del héroe, todo depende del héroe, todo lo hace el héroe.
Hay más: el héroe, naturalmente, se posicionará como rey y su descendencia heredará el poder. Es decir, el héroe es la justificación teológica para el ejercicio del poder absoluto.
Otra vez, pareciera que la Biblia sigue esa lógica: David es el gran héroe que establece una sucesión dinástica que debe gobernar a Israel.
Pero no vayamos tan rápido. No es así, porque cuál caos derrotó David? Derrotó a los filisteos, pero estos nunca son presentados como algo tan importante y con valor cósmico como para ser definidos como «el caos». Y, en realidad, David mismo es un ser caótico, con fallos, debilidades, que se mete en problemas innecesarios. Por ello, cuando se propone construir el Templo en Jerusalén, D-os simplemente le dice «no».
Eso es impensable en cualquier relato mitológico sobre cualquier héroe mitológico. David muere dejando un país pacificado, pero sin completar el orden divino en el mundo, porque no es él quien construye el Bet Hamikdash. Será su hijo Salomón.
Pero hay más: tras la muerte de Salomón, el caos y la guerra vuelven. Es una noción sorprendente en el relato bíblico: los eventos históricos son cíclicos. Los héroes no resuelven absolutamente nada, si nosotros no hacemos nuestro esfuerzo propio por mantener vigentes esos logros. Así que el drama vuelve a comenzar con la rebelión de Rivoam contra Yerobam, y esta vez se va a resolver de un modo totalmente contrario: la etapa de la monarquía israelita culminará con la destrucción de Samaria por los asirios y de Jerusalén por los babilonios.
Así que esta no es una historia de héroes derrotando al caos, sino una compleja explicación de por qué D-os, el Único y Verdadero, el D-os de Israel, entregó a su pueblo en manos de sus enemigos.
La respuesta la conocemos: porque hubo un fallo en guardar el pacto hecho con D-os en Sinaí.
Fíjate qué idea tan interesante: ha sido un fallo de la sociedad israelita el que ha provocado un evento histórico de máxima magnitud.
Esta idea hace de la Biblia el primer libro que propuso que el motor de la historia —o, para ser más precisos, de los cambios históricos— es aquello que podemos definir como una dinámica social. Es decir, las cosas no pasan arbitrariamente, y menos aún las resuelven los héroes. Las cosas pasan porque la propia sociedad hace que pasen, ya sea con sus acciones —buenas o malas— o sus omisiones —para bien o para mal—.
Esta fue la noción que Marx, 14 siglos después de la destrucción del Primer Templo, desarrolló en lo que luego Plejánov definió como materialismo histórico: la noción de que todo lo que sucede en la historia está íntimamente vinculado y tiene su origen en las dinámicas sociales, tanto las del pasado inmediato como las del pasado remoto. Por lo tanto, la historia no nada más se puede contar: también se puede investigar, también se puede entender, y también se puede explicar.
Bueno, es lo que ya había hecho la Biblia al romper con los moldes del razonamiento mitológico y explicarnos que las desgracias del pueblo de Israel eran tan sólo consecuencia de sus propios fallos como sociedad.
Y, así como nuestros ancestros se provocaron su propia catástrofe, también ellos mismos tuvieron en sus manos la opción de reconstruirse por medio del arrepentimiento, que no es sino dejar de hacer las cosas mal y empezar a hacerlas bien.
Eso, en términos de filosofía de la historia, es otra vez la misma idea: las dinámicas sociales son las que generan los cambios históricos.
¿Y cuáles son los cambios a los que aspira el texto bíblico? Hacer justicia a la viuda, al huérfano y al extranjero. O, en resumen, una sociedad justa que responda a los intereses de todos. Si nuestro esfuerzo siempre se enfoca hacia ello, la ruta histórica que podemos seguir y la historia que queremos construir.