Perashat Ki Tisá

Cuando Moshé baja al pueblo después de recibir los Mandamientos, lo encuentra adorando en medio de danzas, al becerro de oro que habían erigido en su ausencia, y se llenó de furor. Todo él se trastoca y perturba. Sus parámetros perceptivos se conmueven ante semejante visión.

Seguramente Moshé tenía claro que su deber como profeta era interceder por el pueblo (cf. Génesis 20:7 «porque él es profeta y va a interceder por ti para que vivas»). Pero como ser humano no puede reprimir su sentir, particularmente porque los esclavos que él había conducido a la libertad, retrocedieron a la idolatría egipcia. El fetichismo había ganado a la razón. Y además lo festejaban.

El rabino Samson Raphael Hirsch (1808 – 1888) cuya influencia en el desarrollo del judaísmo continúa en nuestros días, comenta que: «Mientras las falsas concepciones de la idolatría estén arraigadas meramente en el intelecto, pueden erradicarse mediante la iluminación y la instrucción. Los conceptos erróneos se pueden corregir con la fuerza de la verdad. Por tanto, las puertas del arrepentimiento están todavía abiertas. Pero cuando los conceptos idólatras traspasan los límites del intelecto y comienzan a desmoralizar el comportamiento práctico del hombre, consagrando sus incontrolables pasiones en un culto público sobre el altar de la falsedad, entonces se desarrollan y prosperan al contenido de su sentir. Tan fácil como es iluminar a los intelectualmente engañados, es difícil lograr el arrepentimiento de la turba rebelde desmoralizada por un comportamiento corrupto e inmoral».

El rabino fallecido en Fráncfort del Meno, estaba convencido en la fuerza de la razón y el intelecto, del estudio y la explicación, del análisis y la investigación para lograr que las personas lleguen a la lucidez necesaria para descubrir la verdad, por lo menos, en la primera etapa de sus errores. Por eso concluye que Moshé, bajó las Tablas de la Ley convencido que iba a tener la fuerza y la capacidad para sacar al pueblo de su error y conducirlo en la senda que determinaban los Diez Mandamientos.

Pero, Moshé no se encuentra con un grupo de filósofos y pensadores equivocados que llegaron a creer en un becerro de oro, sino con un «pueblo necio e insensible, que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen» (Yrmiahu 5:21), por lo que están envueltos en gozo y alegría, deleite y autosatisfacción, y pueden adorar los becerros que como otras estatuas, «tienen boca, y no hablan; tienen ojos, y no ven; tienen oídos, y no oyen; tienen nariz, y no huelen; tienen sus manos, y no palpan; tienen sus pies, y no caminan; no emiten sonido alguno con su garganta» (Tehilim-Salmos 115:4-8). Y… como continúa el salmista: «Se volverán como ellos, los que los hacen, y todos los que en ellos confían». Un grupo de personas simbiotizadas con sus objetos de adoración.

Tan pronto como Moshé vio el becerro y la danza, se dio cuenta de que el narcótico idólatra ya había causado estragos y había provocado que den rienda suelta a sus pasiones, rompiendo todos los límites de la conducta moral.

Cuando un grupo llega a esos extremos no hay palabras ni razones para que vuelvan en sí. Es demasiado tarde. Por eso, transido y atormentado, sin vacilación y sin dudas, no pudo sostener las Tablas de sus manos y las rompió, indicando que la gente no era ni digna ni capaz de recibir la Torá que él había traído.

Cuando Moshé vio al ternero, se desvaneció toda su vitalidad y solo logró alejar las Tablas -en versión de algunos sabios que intentan explicar su reacción- lo suficiente para no caer, como una persona para quien la carga que lleva en sus manos de pronto hubiera multiplicado su peso y ya no puede con él. Así lo ha visto el midrash Pirkei Derabí Eliezer (“Moshé no pudo cargar él mismo las tablas y se rompieron al caerse de sus manos”).

No pudo tolerar lo que el libro de Mishlé 2:14 describe tan claramente haciendo referencia a «de los que se gozan en hacer el mal, se regocijan en la perversidad». El regocijo de los enajenados es peor que la acción del despabilado.

El que se deleita en su iniquidad es un caso sin esperanza.

Mientras escribo estas líneas, no puedo impedir pensar en los distintos becerros que también en nuestra generación gente bonita adora danzando y cantando porque fue fundida a sus imágenes.

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