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Por Daniel Herc
“ El Poder de la Palabra”
Cuenta una vieja historia que en un shtiebel ( una pequeña casa de rezos en la Europa Oriental), todo Shabat, la gente concurría a él se sorprendía de la persona sorda que iba hacer tefilá allí.
Siempre se lo veía con lágrimas en sus ojos mientras rezaba. Esto se debía a que su hijo era el Jazan, el que guiaba el rezo.
Esta persona sorda siempre decía: “ Disfruto de cada palabra que dice mi hijo, a pesar de no poder escucharlas”.
Él miraba cada gesto, cada movimiento de su hijo hacia mientras rezaba, y cuando el rezo terminaba “ el hombre sordo de shtiebel “ era siempre el primero en decirle” bien hecho”.
Justo en la víspera de Yom Kipur, ya llegado el momento de comenzar con la tefilá “ Kol Nidrei”, la gente se estaba empezando a poner nerviosa porque el Jazan no llegaba. El lugar estaba repleto, todos esperando, menos el lugar del hombre sordo estaba vacío. De repente, el Jazan entró rápido por las puertas del Beit Hakneset, vestido de túnica blanca y talit, miró la silla de su padre y se le cayó una lagrima. Acto seguido, se acercó a su lugar para empezar el rezo. El rabino se aproximó al Jazan para preguntarle qué pasó que llegaba tan tarde, bajo la mirada de todos los concurrentes del lugar, a lo que contestó: “ me estaba preparando para Yom Kipur, ahora voy a empezar la tefilá “.
Con una voz celestial el Jazan empezó los cánticos de Yom Kipur de una manera que nunca había efectuado. Cuando terminó, el rabino se le acercó y le preguntó: “ Que pensaste durante el rezo este año que tu tefilá se volvió tan hermosa y especial? El Jazan le contestó: “ Bueno usted sabe que mi padre es sordo. Ayer de noche mi padre falleció y esta es la primera vez que él me va a poder escuchar rezar”.
La Parasha de esta semana nos cuenta que cuando se traen los Bikurim ( los primeros frutos de la cosecha ) al Beit Hakneset, la persona que los trae tiene que contar la historia de la salida de Egipto y él dice: “Y le aclamamos a D’-s, el D’-s de nuestros padres y escuchó D’-s nuestras voces”.
El Jafetz Jaím pregunta sobre este versículo, por qué no dice en vez de voces, rezos? Y escuchó D’-s nuestros rezos?
El Jafetz Jaím responde que de aquí aprendemos que cuando rezamos tenemos que hacer escuchar nuestras voces. Otra explicación que podríamos darle al versículo es basándose en la historia anterior. Muchas veces hablamos, charlamos con otra gente, sacamos sonidos de nuestras bocas, pero estos van a parar a oídos sordos, oídos cerrados. Si nuestras palabras no tienen corazón, no tienen alma y espíritu, los oídos que las escuchan se van a olvidar pronto de ellas. Solamente cuando sabemos qué hay alguien del otro lado escuchando lo que decimos, solamente cuando tenemos la seguridad qué hay alguien que nos escucha, vamos a poder, no solamente a charlar con el, sino que la charla se volverá un cántico hermoso y único.
A D’-s le gritamos y El escuchó nuestras voces, dado que cuando gritamos sabíamos que El estaba escuchando.
Nuestras voces no se perdieron en el vacío. El Jazan del cuento rezaba siempre en el shtiebel y su padre “ lo escuchaba” pero no lo escuchaba.
Solamente cuando el Jazan supo que ahora hay alguien a quien él quiere hacer escuchar su voz, este empezó a hablar de otra manera. Todos alrededor de él se dieron cuenta de que su voz cambió, que sus palabras tuvieron más influencia, que su rezo pasó de ser un rezo más, a ser un rezo único. Cuando hacemos tefilá tenemos que estar seguros de qué hay alguien del otro lado escuchándonos, ansiando escucharnos de la misma manera que el hombre sordo quería escuchar a su hijo.
Si nuestras voces son gritos ahogados sin sonidos, si nuestros rezos son puramente funciones sistemáticas y monótonas que hacemos día a día sin que se diferencien uno de otro, entonces lo que hacemos no es rezar, lo que hacemos es decir monólogos enfrente de un espejo, ya que el único que “sabemos” por seguridad es que quien los escucha es uno mismo.
Que nuestros gritos sean voces que se puedan escuchar por los 4 vientos de la tierra. Que nuestras voces sean palabras de corazón. Que nuestras palabras tengan contenido, y no sean huecas. Estas son las bases de una conversación que tendrá continuación. Esta es la base de la Tefilá que debemos hacer.
Estamos muy cerca de las Altas Fiestas donde más rezos hacemos. La mayoría del día estamos dentro del Beit Hakneset. Hagamos este año en nuestras casas que nuestras palabras Tefilot. Hagamos que nuestro tiempo en él sea especial. Charlemos con Hashem que con seguridad Él está ahí escuchándonos
Shabat Shalom Umeboraj
Marcelo Mann
Rabino Jhonatan Sacks
Traductor: Carlos Betesh, Comunidad Chalom, Buenos Aires
Editor: Ben-Tzion Spitz, Gran Rabino, Uruguay
Somos lo que recordamos
Una de las razones por las cuales la religión ha sobrevivido en el mundo moderno a pesar de cuatro siglos de vida secular es que puede contestar a las tres preguntas que todo ser humano reflexivo se hará en algún momento de su vida: Quién soy ? Por qué estoy aquí ? En tal caso, cómo debo vivir?
Estas preguntas no pueden ser respondidas por las cuatro grandes instituciones de Occidente: la ciencia, la tecnología, la economía de mercado y el estado liberal democrático. La ciencia nos dice cómo pero no por qué. La tecnología nos da poder, pero no nos dice cómo usar ese poder. El mercado nos brinda elecciones pero no nos dice qué elegir. El estado liberal democrático como una cuestión de principios evita recomendar un modo de vida en particular. Como resultado, la cultura nos suministra un rango infinito de posibilidades, pero no nos dice quién somos, por qué estamos aquí ni cómo debemos vivir.
Pero estas son interrogantes fundamentales. La primera pregunta que le hizo Moshé a Dios en su primer encuentro frente a la zarza ardiente fue ¨Quién soy yo?” La respuesta sencilla es que era una pregunta retórica: Quién soy yo para llevar a cabo la extraordinaria tarea de conducir a un pueblo entero a la libertad? Pero detrás de de este enfoque hay una auténtica pregunta sobre la identidad. Moshé había sido criado por una princesa egipcia, la hija del Faraón. Cuando rescató a las hijas de Jetro de los pastores midianitas locales, ellas volvieron y le contaron al padre, “un hombre egipcio nos salvó.” Moshé lucía y hablaba como un egipcio.
Luego se casó con Zipora, una de las hijas de Jetro, y vivió durante décadas como pastor midianita. La cronología no está clara, porque era un hombre relativamente joven cuando fue a Midián, tenía ochenta años cuando comenzó a liderar a los israelitas, y pasó la mayor parte de su vida adulta con su suegro midianita, ocupándose de sus ovejas. Por lo cual cuando le preguntó a Dios “Quién soy?” estaba ocultando la verdadera pregunta: Soy egipcio, midianita o judío?
Por su crianza era egipcio; por su experiencia era midianita, pero lo que resultó decisivo fueron sus ancestros. Era descendiente de Abraham, era el hijo de Amram y Iojeved. Cuando hizo la segunda pregunta .”Quién eres Tú?” Dios primeramente le contestó “Seré El que seré”. Pero después le dio su segunda respuesta:
Diles a los israelitas, ‘El Señor, el Dios de vuestros padres – el Dios de Abraham, el Dios de Itzjak y el Dios de Yaakov – me ha enviado a vosotros.’ Este es Mi nombre para siempre, el nombre por el que Me llamarás de generación en generación.
Aquí también hay un doble sentido. Superficialmente Dios le estaba diciendo a Moshé qué debía contestar cuando los israelitas le preguntaran “Quién te envió a nosotros?” Pero en un nivel más profundo la Torá nos está hablando sobre la naturaleza de la identidad. Al responder a la pregunta “Quién soy yo?” no se refiere a dónde nací, donde pasé mi niñez, mi vida adulta, o de qué país soy ciudadano. Tampoco tiene que ver con lo que hago para ganarme la vida o cuáles son mis intereses o mis pasiones. Estos temas corresponden a dónde estoy y qué soy, pero no quién soy.
La respuesta de Dios – Yo soy el Dios de vuestros padres – sugiere algunas posturas fundamentales. Primero, que la identidad pasa por la genealogía: quiénes eran mis padres, quiénes eran sus padres, y así sucesivamente. Pero no siempre es así. También hay hijos adoptados. Hay hijos que rompen intencionalmente con sus padres. Pero para la mayoría de nosotros, la identidad consiste en descubrir la historia de nuestros ancestros, que, en el caso de ser judíos, dada la dislocación inigualada de la vida judía, es casi siempre una historia de travesías, de coraje, de sufrimiento de huidas traumáticas, y sencillamente, de una gran tenacidad.
En segunda instancia, la genealogía misma cuenta una historia: inmediatamente después de decirle a Moshé que transmita al pueblo que había sido enviado por el Dios de Abraham, Itzjak y Yaakov, Dios continuó diciendo:
“Ve, reúne a los ancianos de Israel y diles: ‘El Señor, el Dios de vuestros padres, – el Dios de Abraham, Itzjak y Yaakov – apareció ante mí diciendo: Yo los he estado cuidando y he visto lo que les han hecho a ustedes en Egipto. Y he prometido elevarlos de vuestra miseria en Egipto, a la tierra de los cananitas, hititas, amoritas, perizitas, hivitas y iebusitas, – una tierra en la que fluye leche y miel.’” (Ex. 3: 16-17)
No era que Dios fuera simplemente el Dios de sus ancestros. También era el Dios que hacía determinadas promesas: que los llevaría de la esclavitud a la libertad, del exilio a la Tierra Prometida. Los israelitas eran parte de una narrativa extendida a través del tiempo. Eran parte de una historia inconclusa, y Dios estaba por escribir el capítulo siguiente.
Es más, cuando Dios le dijo a Moshé que era el Dios de los ancestros de los israelitas, agregó: “Éste es Mi nombre eterno, así es como Yo seré llamado (zijri) de generación en generación.” Dios dijo que está más allá del tiempo – “Este es mi nombre eterno” – pero cuando se refiere a la comprensión humana vive en el tiempo, “de generación en generación.” La manera en que lo hace es a través de la memoria. “Esta es la forma en que debo ser llamado.” La identidad no se trata solo de quiénes eran mis padres. Se trata también de qué es lo que recordaron y qué es lo que me transmitieron. La identidad personal está modelada por la memoria individual. (1) Todo este tema es un preludio a una ley impactante de nuestra parashá de hoy. Nos relata acerca de los primeros frutos cosechados para ser llevados al “lugar que Dios elegirá,” o sea, Jerusalem. Debían ser entregados al sacerdote, y cada uno debía hacer la siguiente declaración:
“Mi padre era un arameo errante y descendió a Egipto y habitó allí y se convirtió allí en una nación grande, fuerte y numerosa. Nos maltrataron los egipcios, nos hicieron sufrir e impusieron sobre nosotros trabajo duro. Entonces clamamos al Señor, el Dios de nuestros antepasados y el Señor escuchó nuestra voz y vio nuestro sufrimiento, nuestra aflicción y nuestra opresión. Nos sacó Dios de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con gran temor, con señales y maravillas. Nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Y ahora, aquí traigo la primicia del fruto del suelo que me diste, oh Dios.” (Deut. 26: 5-10)
Este pasaje es bien conocido porque, al menos desde la época del Segundo Templo, es parte central de la hagadá de Pesaj, la historia que contamos en la mesa del Seder. Pero es necesario notar que originariamente se decía al traer los primeros frutos, que no era en la época de Pesaj. Generalmente se hacía en Shavuot.
Esta ley es especialmente llamativa por lo siguiente: se podría esperar, al hablar del suelo y de sus productos, hacer referencia al Dios de la naturaleza. Pero este texto no trata sobre la naturaleza, sino sobre la historia. Menciona a un antecesor distante, un “arameo errante.” Es la historia de nuestros antepasados. Es la narrativa que explica por qué estoy aquí, y por qué el pueblo al que pertenezco es lo que es y en qué lugar está. No hay nada ni remotamente parecido a esto en el mundo antiguo, y tampoco lo hay en la actualidad. Como dijo Yosef Hayim Yerushalmi en su clásica obra Zajor, (2) los judíos fueron los primeros en ver a Dios en la historia, los primeros en ver un sentido abarcativo en la historia, y los primeros en hacer de la memoria un deber religioso.
Es por eso que la identidad judía ha demostrado ser la más tenaz que el mundo ha conocido; la única identidad sostenida por un grupo minoritario disperso por todo el mundo durante dos mil años, el que eventualmente guió a los judíos de vuelta a la tierra y al Estado de Israel, transformando al hebreo, el lenguaje de la Biblia, en una lengua viva después de que durante siglos fuera usada solo para la poesía y la plegaria. Somos lo que recordamos, y la declaración de los primeros frutos era una forma de asegurar que los judíos jamás olvidarían.
En los últimos años ha aparecido una serie de libros en Estados Unidos, que preguntaban si la historia norteamericana era aún contada, enseñada a los niños, un relato dirigido aún a todos sus ciudadanos, recordando a las sucesivas generaciones las batallas que debían ser libradas para que hubiera un “nuevo nacimiento de la libertad,” y las virtudes necesarias para que esa libertad sea sostenida. (3) La sensación de crisis en estas obras era palpable, y aunque los autores provienen de distintas posiciones dentro del espectro político, la tesis era virtualmente la misma: si olvidas el relato, perderás la identidad. Hay algo que es como el equivalente nacional del Alzheimer. Qué es lo que somos depende de lo que recordamos, y en el caso del Occidente contemporáneo, una falla en la memoria colectiva plantea un peligro real y concreto del futuro de la libertad.
Los judíos han contado la historia de qué es lo que somos durante más tiempo y en forma más dedicada que cualquier otro pueblo sobre la faz de la tierra. Es lo que hace que la identidad judía sea tan rica y tan resonante. En la era en que las memorias de las computadoras y los celulares han crecido tan rápidamente, de kilobytes a mega y gigabytes, y que la memoria humana se ha contraído, hay un mensaje importante del judaísmo a la humanidad en su totalidad. No delegar la memoria en las máquinas. Hay que renovarla regularmente y transmitirla a la próxima generación. Winston Churchill dijo: “cuanto más puedes mirar hacia atrás, más verás adelante.” (4) O para decirlo de otra manera: los que cuenten la historia de su pasado ya han comenzado a construir el futuro de sus hijos.
(1) Los trabajos clásicos sobre la memoria grupal e identidad son On Collective Memory, de Maurice Halbwachs, University of Chicago Press, 1992, y History and Memory, de Jacques Le Goff, Columbia University Press, 1992.
(2) Yosef Hayim Yerushalmi, Zajor: Jewish History and Jewish Memory, University of Washington Press,1982. Ver también Lionel Kochan, The Jew and His History, London Macmillan, 1977.
(3) Entre las más importantes figuran Charles Murray, Coming Apart, Crown, 2013. Robert Putnam, Our kids, Simon and Schuster 2015; Os Guiness, A Free People’s Suicide, IVP, 2012; Eric Metaxas, If You Can Keep It, Viking, 2016; y Yuval Levin, The Fractured Republic, Basic Books, 2016.
(4) Chris Wigley, Winston Churchill: a biographical companion, Santa Barbara, 2002, xxiv.